La regla primitiva de la orden del Temple
- La Cumbrera
- 18 may 2020
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Actualizado: 7 jul 2020

En los primeros tiempos de la Orden los templarios casi no necesitaban de un instrumento normativo para regular su funcionamiento, puesto que los efectivos eran escasos. Pero el crecimiento de la Orden obligará a definir unas ordenanzas internas que regulen la vida comunitaria.
La primera Regla, llamada primitiva, se redactará en tiempos del primer maestre, Hugo de Payns. Escrita en latín, la conformaban 72 artículos. Se aprobará en el Concilio de Troyes, en 1129. Haciéndose eco de los consejos recibidos de dicho concilio, posteriormente la revisará Esteban de la Ferté, patriarca de Jerusalén.
A esta Regla se le añadirán, más adelante, diversos artículos o explicaciones, llamados “retraits”, que la complementarán. Los primeros están fechados en el magisterio de Beltrán de Blanquefort, y definen minuciosamente la jerarquía de la Orden; posteriormente, en 1230, y luego en 1260, se incluirán nuevos artículos, referidos a aspectos de la vida conventual, a la disciplina, a las sanciones o a la admisión en la Orden.
La regla comienza diciendo:
Nos dirigimos en primer lugar a aquellos que desprecian seguir su propia voluntad y desean servir, con pureza de ánimo, en la caballería del rey verdadero y supremo, y a los que quieren cumplir, y cumplen, con asiduidad, la noble virtud de la obediencia. Por eso os aconsejamos, a aquellos de vosotros que pertenecisteis hasta ahora a la caballería secular, en la que Cristo no era la única causa, sino el favor de los hombres, que os apresuréis a asociaros perpetuamente a aquéllos que el Señor eligió entre la muchedumbre y dispuso, con su piadosa gracia, para la defensa de la Santa Iglesia.
Por eso, oh soldado de Cristo, fueses quien fueses, que eliges tan sagrada orden, conviene que en tu profesión lleves una pura diligencia y firme perseverancia, que se sabe que es tan digna y sublime para con Dios que, si pura y perseverantemente se observa por los militantes que diesen sus almas por Cristo, merecerán obtener la suerte; porque en ella apareció y floreció una orden militar, ya que la caballería, abandonando su celo por la justicia, intentaba no defender a los pobres o iglesias sino robarlos, despojarlos y aun matarlos; pero sucedió que vosotros, a los que nuestro señor y salvador Jesucristo, como amigos suyos, dirigió desde la Ciudad Santa a habitar en Francia y Borgoña, no cesáis, por nuestra salud y propagación de la verdadera fe, de ofrecer Dios vuestras almas en víctima agradable a Dios.
Todo lo arriba dicho, en conjunto, lo aprobamos. Ahora, dado que un gran número de religiosos padres se juntaron en aquel concilio y aprobaron lo que hemos dicho, no debemos silenciar estas verdaderas sentencias que dijeron y juzgaron. Por eso, yo Juan Miguel, por la gracia de Dios, por mandato del concilio y del venerable padre Bernardo, abad de Claraval, a quien estaba encargado este divino asunto, merecí, por gracia divina, ser escritor de la presente página.
“Ego principium qui est loquor vobis”, es decir: “Yo que os hablo soy el principio”. Y quiso el concilio que las normas que fueron dadas y examinadas con diligencia, siguiendo el estudio de la Sagrada Escritura, fuesen puestas por escrito a fin de no olvidarlas jamás, con la ayuda de monseñor Honorio, papa de la Santa Iglesia de Roma, del patriarca de Jerusalén y del consentimiento de la asamblea y por la aprobación de los pobres caballeros de Cristo del Templo que se encuentra en Jerusalén.
Vosotros, que renunciasteis a vuestras voluntades para servir al Rey Soberano con
caballos y armas, por la salvación de vuestras almas, procurareis siempre, con piadoso y puro afecto, oír los maitines y todo el oficio según las observancias canónicas y las costumbres de los doctos regulares de la Santa Ciudad de Jerusalén. Por eso, venerables hermanos, Dios está con vosotros, porque habiendo despreciado al mundo y a los tormentos de vuestro cuerpo prometisteis tener, por amor a Dios, en poca estima al mundo; así, saciados con el divino manjar, instruidos y firmes en los preceptos del Señor, después de haber consumado y concluido el misterio divino, ninguno tema la muerte. Estad prestos a vencer para llevar la divina corona.
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