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La transformación del mundo

  • P. José María Iraburu
  • 25 sept 2019
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 8 jun 2020


Cuando se dice, al modo bíblico y tradicional, que los cristianos deben renunciar al mundo interiormente, y en algunas cosas exteriormente, surge en seguida la objeción de los modernos «amatores mundi»: de ese modo los cristianos quedan marginados y desentendidos del mundo, sin capacidad alguna para obrar en él y transformarlo. ¡La verdad es justamente lo contrario! Sólamente los discípulos de Cristo, libres del mundo, porque «no son de este mundo», tienen capacidad mental para extrañarse de él, para no ver como natural e inevitable lo que únicamente es histórico, perfectamente modificable; y sólo ellos tienen fuerza operativa para atreverse a transformarlo, contando con la gracia del Salvador del mundo. Es muy importante comprender que por el mismo hecho de vivir libres del mundo, ya están realizando la transformación del mundo, ya son luz que ilumina las tinieblas, ya son sal que da sabor y evita la corrupción, ya son fermento con fuerza para transformar la masa. Es indudable: únicamente aquellos que están libres del mundo tienen en Cristo fuerza mental y operativa para transformarlo. Y en esto, como siempre, el testimonio de Cristo mismo y de los santos es absolutamente convincente. El padre Truhlar acierta plenamente cuando en sus famosas Antinomiæ vitæ spiritualis (19654), al estudiar el tema Transformatio mundi et fuga mundi, llega a la conclusión de que «una recta fuga mundi es al mismo tiempo un recto uso y una recta transformación del mundo. El que se independiza del mundo, asume ante él una actitud que expresa la idea y la voluntad de Dios. Ahora bien, tal actitud necesariamente completa y transforma al mundo, infundiendo en él una mayor semejanza a Dios». Evidente. Unos novios que no aceptan el modo mundano de vivir el noviazgo, y que, con plena libertad del mundo, lo viven dóciles al Espíritu Santo -el único capaz de «renovar la faz de la tierra»-, están transformando «el mundo de las relaciones prematrimoniales»: están obrando en él como luz, sal y fermento evangélico. Y por la misma e idéntica vía han de ser transformadas todas las realidades del mundo visible: el modo de vestir y de comer, de gastar el tiempo y el dinero, de organizar el trabajo y la convivencia, el ocio y el negocio, la manera de orientar las relaciones sociales, la educación de los hijos, la vida artística, social, económica, política... Estas transformaciones de mundos se iniciarán en personas, en seguida en familias, más aún, en grupos de familias, en comunidades más o menos amplias, para afectar finalmente -a los treinta años o a los tres siglos- al conjunto de la sociedad. ¿Hay acaso otro modo de transformar el mundo visible que esa fidelidad incondicional, en lo grande y en lo pequeño, personal o en asociaciones organizadas, al pensamiento y a la acción del Espíritu Santo, del Espíritu de Jesús, Salvador del mundo? ¿En qué se piensa, si no, cuando se dice una y otra vez que «los cristianos laicos están llamados a transformar el mundo secular»? Así es como los laicos cumplen en el interior del mundo esa vocación suya específica, que el Vaticano II expresó con tanta claridad: «Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de instaurar rectamente el orden de los bienes temporales, ordenándolos hacia Dios por Jesucristo. A los pastores atañe manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales. Pero es preciso que los laicos asuman como obligación suya propia la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, actúen directamente y en forma concreta» Lo que Cristo Salvador hizo, por ejemplo, con el matrimonio, salvándolo de sus lamentables versiones mundanas -poligamia, concubinatos, adulterios, divorcios, abortos, etc.-, devolviéndole su dignidad originaria, y elevándolo incluso a la dignidad de sacramento, eso mismo, mutatis mutandis, quiere y puede hacerlo Cristo con los cristianos en todos los demás aspectos de la vida secular: filosofía y arte, leyes y cultura, ocio y negocio, justicia y relaciones sociales.

El elogio ambiguo de la vida «normal»

Se puede hacer mucho mal a los cristianos laicos cuando se les insiste, sin las matizaciones debidas, en las grandes posibilidades de santificación que hay viviendo según los modos ordinarios seculares, y llevando una vida perfectamente «normal». En realidad, los modos usuales de la vida en el mundo suelen ser en muchas cosas embrutecedores y resistentes al Espíritu Santo, y están pidiendo a gritos a la conciencia cristiana ser rectificados cuanto antes, y no sólo en pequeños detalles. No es «normal», por ejemplo, que un cristiano se atiborre diariamente de noticias en el periódico y la televisión, y no tenga tiempo ni ánimo para recibir noticias de Dios en la oración o en los libros de espiritualidad. Será normal en el sentido estadístico -lo que hace la mayoría-, pero no en un sentido propio, es decir, conforme con la «norma». Por otra parte, si ese culto a la «normalidad» va unido a una secreta fascinación por el mundo secular, y a todo ello se le añade el correspondiente temor a parecer raros, queda ya con ello cerrado definitivamente a los laicos el camino hacia la santidad. Lograrán una perfecta secularidad secular, pero no alcanzarán aquella perfecta secularidad cristiana a la que están llamados por el Señor, que es muy distinta. «A vino nuevo, odres nuevos» (Mt 7,19).

Fragmentos extraídos del libro "De Cristo o del mundo" del P. José María Iraburu.

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