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Una costumbre muy fea

  • Guillermo Juan Morado
  • 8 nov 2021
  • 2 Min. de lectura

La grosería se ha vuelto un componente más o menos aceptado de nuestra vida cotidiana. La descortesía, la falta de respeto, la tosquedad, se imponen con la fuerza de lo que ya se considera normal.

Claro que hay cosas mucho más graves que también se admiten; entre ellas, y la peor de todas, el aborto. Particularmente cruel cuando es el resultado final de una amniocentesis que tiene como consecuencia desechar, como quien elimina los frutos de la una mala cosecha, fetos probablemente insanos (como si por ser “defectuosos” dejasen de pertenecer a nuestra especie). Y subrayo lo de “probablemente”. Porque muchos de los señalados por el índice de la Reina de la Noche de la Medicina eugenésica vienen al mundo bien saludables, si los padres tienen la valentía de resistir al fatídico veredicto y les dejan nacer.

Pero no deseo hablar de esa tragedia cotidiana que va llenando el mundo de prematuros cadáveres y, a la vez, trazando una línea divisoria entre quienes ceden y quienes resisten a las presiones de los verdugos de bata blanca. Dejaremos este asunto para más adelante. Mi propósito es señalar una muestra de incorrección que se hace evidente en las iglesias; una de las más comunes y odiosas. Consiste en la precipitación a la hora de abandonar el templo. Marcharse de la iglesia antes de que el sacerdote haya entrado en la sacristía al finalizar la celebración litúrgica es, además de un error, una falta de urbanidad en el trato con Dios y con las cosas de Dios. Un descuido que puede pasar desapercibido si no despertamos las alertas del alma y nos dejamos llevar por lo más fácil.

El sacerdote en la Santa Misa representa a Cristo; lo hace presente. Salir antes de que él abandone el espacio celebrativo constituye objetivamente un gesto de desconsideración no hacia el sacerdote, sino hacia Aquel a quien el sacerdote personifica. Análogamente, se considera en la vida social un desaire al Rey ser grosero con un embajador suyo.

Si el tiempo es de Dios, porque Él es Señor de todo, y si disfrutamos por concesión suya de los instantes de nuestra vida, ¿por qué tantas prisas? ¿Qué tenemos que resolver en una hora que no podamos resolver en cincuenta y nueve minutos?

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