Jamás debe contraponerse una «Roma eterna» y una «Roma temporal»
- P. José María Iraburu
- 21 oct 2021
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(Reforma o apostasia) Jamás debe contraponerse una «Roma eterna» y una «Roma temporal», la de hoy. Jamás debe condenarse a la Iglesia como «apóstata y adúltera». Jamás es lícito distanciarse de ella por actos cismáticos, como si éstos fueran imprescindibles para poder salvar «la continuidad de la Iglesia» en la verdad y la santidad. Jamás debemos contraponer a la Iglesia de Cristo –a esta Iglesia, no hay otra–, una «Roma eterna», que no tiene más realidad que la de un ectoplasma. Hacerlo es absolutamente contrario a la Tradición eclesial de los Padres y de los santos. Jamás debemos volver la espalda a nuestra madre la Iglesia, a pesar de sus heridas infectadas y las suciedades de su túnica. Ella es la fuente inagotable de la verdad y de la gracia. Jamás debemos avergonzarnos de la Iglesia existente, porque es el único Cuerpo de Cristo, integrado por santos y pecadores (LG 8c; GS 43f). Jesús nos dice, refiriéndose también a su propio Cuerpo: «¡bienaventurado aquel que no se escandalice de mí!» (Mt 11,6).
No existe más Iglesia que la Iglesia actual y visible, presidida por el Papa y por los demás sucesores de los Apóstoles. El que no cree en «esta Iglesia», no cree en ninguna, porque no existe otra.
Santo Tomás enseña que «el objeto formal de la fe es la Verdad primera, manifestada en las sagradas Escrituras y en la doctrina de la Iglesia… Por eso es evidente que quien presta su adhesión a la doctrina de la Iglesia, como regla infalible, asiente a todo lo que ella enseña. Por el contrario, si de las cosas que la Iglesia sostiene admite unas y rechaza otras libremente, entonces no da ya su adhesión a la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sino a su propia voluntad» y juicio (STh II-II,5, 3).
Credo ut inteligam podría traducirse, forzando un poco el sentido original agustiniano y anselmiano, «creo en la Iglesia para poder recibir en mi mente sus doctrinas». Por tanto: –el orden mental verdadero es éste: creemos en las verdades de la fe católica «porque la Iglesia las enseña»; y –el orden falso es el inverso: creemos en la Iglesia católica «porque estimamos verdaderas sus doctrinas». Esta segunda posición puede ser verdadera en cuanto que no pocos conversos, por ejemplo, han llegado a creer en la Iglesia convencidos por las verdades formidables, absolutamente coherentes entre sí, que ella sola afirma y mantiene. Pero es errónea cuando se condiciona la fe en la Iglesia a que ella tenga la doctrina que “yo” o que “nosotros” creemos verdadera. Tal actitud está mucho más cerca del «libre examen» luterano de lo que parece a primera vista. La fe en la Iglesia es la puerta de entrada a todo el mundo de las verdades de la fe católica.
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