Sí, falta más coraje…
- P. Christian Viña
- 1 jun 2020
- 6 Min. de lectura

Guardo recuerdos entrañables de aquellos años sesenta, y principios de los setenta, en que practicaba judo en Gimnasia y Esgrima, “del Centro”, en mi querido Rosario natal. Mis padres buscaban, en esa ya difícil época, un deporte que sirviera a mi desarrollo espiritual y físico; y que, a la vez, me preparara para la legítima defensa personal.
Uno de los profesores que evoco con más gratitud fue Domingo Imbrogno; un auténtico caballero, que unía idoneidad técnica, con claro don de gentes. Seguía de cerca mi entrenamiento. Y, a la hora de corregirme –ante mi pereza, y poca disposición-, me marcaba con firmeza, ¡falta kiai!; grito que, en dicho arte marcial busca, al mismo tiempo, intimidar al otro luchador, mostrar seguridad, y dar marco al ataque. En otras palabras, un darse por completo; sin mezquinar, en absoluto, lo que pueda haber de sed de heroísmo.
Una y otra vez, a lo largo de mi vida, he meditado sobre aquella enseñanza del recordado educador. De modo especial cuando, a la hora de los inevitables balances de actitudes y comportamientos, descubrí en mí, en determinadas ocasiones, falta de arrojo, débil tenacidad, y menguado espíritu de lucha.
Traemos en nuestra naturaleza capacidad para enfrentar, con la gracia de Dios, diversos males. Desde los pecados, hasta los virus; pasando por una variada gama de problemas y obstáculos. Pero esa semilla debe desarrollarse, claro está, con la repetición de buenos actos; con el tesón que exigen los bienes arduos.
Como sabiamente lo advertía el amado Padre Pío, hace más de seis décadas, vivimos en un mundo que solo sabe hablar de derechos, y nunca de obligaciones. Menos aún de los derechos de Dios; único fundamento de nuestras obligaciones y derechos.
Jesús nos invita una y otra vez, en el Evangelio, a no tener miedo. Lo hace, por citar algunos pasajes, durante la tempestad en el mar (Mt 14, 27); cuando nos dice que No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido (Mt 10, 26); o cuando nos advierte: No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la Gehena (Mt 10, 28); o cuando nos recuerda que valemos más que muchos pájaros (Mt 10, 31); o cuando nos pide: No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí (Jn 14, 1).
En este mes de mayo –en el que celebramos el Centenario del nacimiento de San Juan Pablo II-, bajo esta pandemia, la frase del Señor que más me conmovió fue: No temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de vosotros ha querido daros el Reino (Lc 12, 32); pronunciada tras exhortarnos a buscar el Reino de Dios, porque lo demás se os dará por añadidura (Lc 12, 31). Vaya si lo hizo el amado Papa polaco, desde el momento mismo de su elección, en que gritó: ¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!
En buscar, sin miedo, el Reino de Dios, sabiéndonos pequeño rebaño, está para mí la clave en estos tiempos recios, de cuaren…eterna, por el controlavirus. ¿No será que hemos sido absorbidos, en buena medida, por la añadidura, y vamos perdiendo el Reino? ¿O acaso, preocupados por guardar casi exclusivamente las necesarias medidas sanitarias, no nos vamos olvidando de que en Cristo vivimos, nos movemos, y existimos (Hch 17, 28)?
Aquí y allá distintos gobiernos, de aparente diverso signo ideológico; unidos en su común servicio al mundialismo masónico, a propósito de esta peste, han decretado casi unánimemente que Dios no es esencial. Y que, mientras se consideran esenciales las casas para mascotas, las licorerías y hasta las clínicas para abortar, el permiso para celebrar con pueblo el culto divino se postergará para el final. ¡Para cuando se habiliten, también, las canchas de fútbol; o los estadios para recitales de rock…!
El satánico odio a la Eucaristía privó, por draconianas disposiciones oficiales, a millones de católicos de la Misa en cuaresma y Pascua. Se podrían haber celebrado más Misas, incluso al aire libre, con todos los recaudos higiénicos del caso; en los momentos de mayor sufrimiento para Cristo, y su cuerpo místico. De hecho, en los lugares en que se ha hecho –aun a riesgo de graves represalias oficiales- los resultados sobrenaturales y naturales han sido bien distintos… Nunca la añadidura nos vendrá sola. O, si por casualidad nos llegase, lo hará muy fugazmente; casi como para darnos una comida frugal, que nos dejará con más apetito, más vacío, y más sed de Dios…
Hemos visto, y estamos viendo, en diversos puntos del planeta, testimonios heroicos de obispos, sacerdotes, consagrados y seglares que, corriendo todos los riesgos, demuestran que hay que darle a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César (Lc 20, 25). Y que los derechos de Dios están bien por encima de nuestros propios derechos. Porque, como bien se sabe, donde no hay lugar para Dios, tampoco hay lugar para el hombre.
Como sacerdote me conmueve, especialmente, el arrojo de hermanos en el presbiterio que, con impar celo por las almas, y enfrentando un sinfín de peligros, se ponen la Iglesia al hombro; haciéndose cargo de la atención espiritual y material de los que más sufren. Y, por supuesto, el de tantos consagrados y seglares que no dudan en exponerse a toda clase de desprecios y persecuciones, en su búsqueda del Reino y su justicia (Mt 6, 33). No hay palabras de gratitud para quienes, con tanta coherencia, demuestran su auténtica condición de soldados de Cristo Rey.
Debo compartir, igualmente, mi sufrimiento, cuando noto que en ocasiones se es más cesarista que el César; por ejemplo cuando, más allá de disposiciones gubernamentales que permitían su apertura, se cerraban los templos. O más aún: que se abrieran para repartir alimentos, brindar asistencia social, usarlos como dormitorios, ¡y hasta para vacunar!, pero no para celebrar la Santa Misa. Lejísimo de mí, obviamente, cuestionar esas obras de misericordia corporales; que bien pueden realizarse, de cualquier modo, en otras dependencias eclesiales. Pero sin Eucaristía no hay Iglesia. La Iglesia vive de la Eucaristía. En ella encuentra su fuente, su razón de ser, su culmen y su destino. Y, como en dos mil años de cristianismo lo han demostrado tantos santos, solo alimentados con el Pan vivo bajado del Cielo (Jn 6, 51) podemos hacer, desde Dios, lo mejor para el prójimo.
Frente a la nueva normalidad que el globalismo materialista quiere imponernos, para avanzar con su agenda anticristiana, y por lo tanto antihumana, solo nos queda ser una Iglesia más eucarística; más centrada en el Esencial –al que ese mundialismo solo considera como un adorno espiritual, apenas tolerado-; más misionera y más verdaderamente en salida. Necesitamos, para ello, una creciente ola de coraje; que derribe todos nuestros respetos humanos. Y, sobre todo, no debemos tener miedo a ser pequeño rebaño (Lc 12, 32).
Ya lo profetizaba, en 1969, el entonces joven sacerdote Joseph Ratzinger, al hablar del futuro de la Iglesia: Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que solo se puede acceder a través de una decisión. Como pequeña comunidad, reclamará con mucha más fuerza la iniciativa de cada uno de sus miembros…
A la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas. Pero yo estoy también totalmente seguro de lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto político, ya exánime, sino la Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte.
Vida y esperanza más allá de la muerte: ahí está la clave. Solo en la Eucaristía, digna y libremente celebrada, podemos encontrarlas. En ella, prenda del mundo futuro, se hace presente el Reino de Dios; al que debemos buscar todo el tiempo, sin pérdida de tiempo, y aun frente a las persecuciones del tiempo presente. Sine dominico non possumus (Sin el Domingo no podemos) repitamos, también hoy, con los 44 mártires de Abitina, en el 304; bajo la persecución del tirano Diocleciano.
Luego de dos meses ininterrumpidos, este Domingo de Pentecostés, dejaré de trasmitir la Santa Misa por las redes sociales. Tomé esta decisión con absoluta libertad; sin presiones, ni órdenes de ningún tipo. No lo hago por bajo rating; pues en este tiempo vi multiplicado, varias veces, el número de espectadores. Ahí está, precisamente, el problema. Con o sin pandemia, corremos el riesgo de contraer el peor de todos los virus: el de una Iglesia virtual, o mediática; el de una Misa a domicilio, como si fuera una pizza a domicilio. Los enfermos, los que están postrados, los que en verdad no pueden salir de su casa, seguirán teniendo, como desde hace décadas, las Misas por radio, televisión y aun por internet.
Que María Santísima, Mujer Eucarística, sostenga al pequeño rebaño de su Hijo. Y que, llenos del Espíritu, estemos dispuestos siempre a más y mayores sacrificios por el Señor, y su amadísima Iglesia.
Permitida su reproducción citando autor y La Cumbrera
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