top of page

Sin santidad no hay felicidad

  • Mons. Fernando María Cavaller
  • 6 nov 2020
  • 6 Min. de lectura

Solemnidad de todos los Santos (2020)


Este año cae en domingo la Solemnidad de Todos los Santos. Es el gran día para contemplar esa multitud de hombres y mujeres de todo tiempo y lugar, de toda condición y estado, no sólo los canonizados oficialmente por la Iglesia, sino todos los que están en el cielo. Los que hoy aparecen en la gloriosa escena del Apocalipsis, esa “enorme muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas” que cantan a Dios. Estamos unidos a ellos realmente. Repito, realmente. Es lo que decimos en el Credo: la “Comunión de los Santos”. Existe realmente esta Comunión entre los bienaventurados en el cielo y nosotros en la tierra, entre la Iglesia celestial e invisible y la Iglesia terrena y visible.


Nadie mejor que los mismos santos para predicar hoy. Dice San John Henry Newman precisamente en el sermón para la Fiesta de hoy: Juntamos en el breve recuerdo de una hora todas las más selectas acciones, las vidas más santas, los trabajos más nobles, los más preciados sufrimientos, jamás vistos bajo el sol...Mártires y confesores, obispos y doctores de la Iglesia, devotos ministros y hermanos religiosos, reyes de la tierra y de toda la gente, príncipes y jueces de la tierra, hombres jóvenes y doncellas, viejos y niños, los primeros frutos de todos los rangos, edades y llamados, unidos cada uno en su propio tiempo en el paraíso de Dios. Esta es la bendita compañía que hoy encuentra el peregrino cristiano en las celebraciones de la Iglesia (PPS ii,32). Y siguiendo con esta imagen de la compañía, dice en otro sermón: Descubrimos que no estamos solos; que otros, antes, han estado en nuestra misma condición, han tenido nuestros sentimientos, han sobrellevado nuestras pruebas, y han trabajado por el premio que estamos buscando. Nada eleva más la mente que la conciencia de ser miembro de una compañía grande y victoriosa…Un cristiano…es uno de una multitud, y todos aquellos Santos de los que lee son sus hermanos en la fe. Encuentra, en la historia del pasado, una peculiar consolación que contrarresta la influencia del mundo visible…Los espíritus de los justos le dan coraje para seguirlos. ¡Qué mundo de simpatía y consuelo se abre a nosotros en la Comunión de los Santos! (PPS iii,17). Y añade en otro sermón: Es la Iglesia de Dios el verdadero Hogar que Dios nos provee, su propia corte celeste, donde mora con los Ángeles y los Santos, en el cual nos introduce por un nuevo nacimiento…Es aquel santo hogar que Dios nos dio en la Iglesia, es la Ciudad eterna en la que Él ha fijado su residencia… ¿Qué compañía puede ser más gloriosa, más satisfactoria que la que pueden dar los habitantes de la Ciudad de Dios?... ¿Estás sólo? Cae de rodillas y tus pensamientos se aliviarán por la idea y la realidad de tus invisibles compañeros. (PPS iv, 12)

A los quince años había tomado como lema: la santidad antes que la paz (Apo 6). Pero no quería decir tan sólo que estaba dispuesto a renunciar a la tranquilidad en aras de la santidad, sino también que para llegar a la paz feliz que ciertamente anhelamos hay que seguir primero el camino de la santidad. Su primer sermón como párroco de la iglesia de la Universidad de Oxford, lleva por título La santidad, necesaria para la futura bienaventuranza, y quiere decir que la santidad no es algo que se añade, sino que hay identidad entre ser salvados, ser felices y ser santos. Dice: La vida eterna es “el don de Dios”. Sin duda, Él puede prescribir los términos en que la va a dar, y si ha determinado que la santidad sea el modo de vida, eso basta. Y agrega estas consideraciones que realmente impactan: Aun suponiendo que un hombre de vida no santa pudiera entrar al cielo, no sería feliz allí; por lo cual no sería misericordioso permitirle que entre...No podría soportar el rostro del Dios Viviente. El Dios Santo no sería objeto de gozo para él…Nadie más que el santo puede mirar al Santo. Sin santidad ningún hombre puede soportar ver al Señor... ¡Cuán desamparado vagaría a través de las cortes celestiales! No encontraría a nadie como él; vería en todas direcciones las señales de la santidad de Dios y esto lo haría estremecer. Se sentiría siempre en Su presencia. No podría cambiar más sus pensamientos en otro sentido, como hace ahora, cuando la conciencia le reprocha. Sabría que el Ojo Eterno está siempre sobre él, y ese Ojo de santidad, que es gozo y vida para las creaturas santas, le parecería un Ojo de ira y castigo…Y así, el cielo mismo sería fuego para aquellos que escaparan contentos de los tormentos del infierno, a través del gran abismo. Por eso, Cuanto más frecuentes sean nuestras oraciones, cuanto más humildes, pacientes y religiosos nuestros actos, ésta comunión con Dios, éstas obras santas serán los medios de hacer santos nuestros corazones y prepararnos para la futura presencia de Dios (PPS i,1).


¡Los santos han querido siempre ser santos y llegar a conocer a los santos en el cielo! Dice Newman en una meditación: Ellos están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche…No conozco aquí abajo nada que dure, nada que satisfaga. Los placeres llegan y se van; apago mi sed y estoy sediento otra vez. Pero los santos en el cielo tienen siempre su mirada fija en Ti, y beben en la eterna bendición de tu amado, benévolo, tremendo y glorioso semblante. Sea mi lote estar con los santos. (MD).

Decía también San Bernardo de Claraval varios siglos antes: El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, …de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención. Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos las cosas de arriba; pongamos nuestro corazón en las cosas del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos…Debemos desear también en gran manera la intercesión de los santos, para que ella nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas. (Sermón 2, opera omnia)


Estas cosas pedían y predicaban los santos acerca de los santos y la santidad. Pero es que, antes que ellos, Jesús mismo había dicho con toda claridad: “Sed santos como vuestro Padre celestial es santo” (Mt 5,48). Y San Pablo enseñó que todos "los santificados en Cristo Jesús, estamos llamados a ser santos" (l Co 1,2). La santidad es, por tanto, la vocación universal para todos. Cualquier otra cosa no es más que un medio, pero la santidad es el fin, sin el cual no podremos entrar al cielo. Es decir, sin la santidad no podemos ser felices. Por eso Jesús habla hoy en el evangelio, desde lo alto de la montaña, de Bienaventurados, es decir Felices, y del camino de santidad que son las ocho Bienaventuranzas. Son ciertamente muy distintas al camino de felicidad que nos propone el mundo: tener alma de pobres, estar afligidos, ser pacientes, tener hambre y sed de justicia (que en el lenguaje bíblico significa santidad), ser misericordiosos, tener el corazón puro, trabajar por la paz, ser perseguidos por practicar la justicia, y finalmente: ser insultados, perseguidos y calumniados en toda forma a causa de Cristo. Él termina diciendo como una solemne promesa a los que viven así: “Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo” (Mt 4, 25-5,12).


No hay que extrañarse que el diablo haya querido oscurecer esta Solemnidad introduciendo en ciertos ambientes el Halloween (palabra que viene de All Hallows Eve: las vísperas de Todos los Santos), pero que es la fiesta de todas las Brujas. Razón de más para celebrar hoy esta gran fiesta anual. Y unida a la de mañana, la Conmemoración de todos los fieles difuntos. En sólo dos días, recorremos el cielo y el purgatorio, implorando hoy la intercesión de los Bienaventurados en el cielo, y mañana intercediendo nosotros por los que están preparándose para entrar al cielo. Así vivimos de modo real, no virtual, esa unión misteriosa que existe entre las tres partes de la Iglesia, la terrenal en la que estamos ahora, la penitente, y la triunfante y gloriosa. Elevamos entonces la mirada, en un momento en el que está demasiado ocupada en las cosas del hogar terreno, para contemplar en la fe, y sobre todo durante la liturgia de la misa, la realidad definitiva del Hogar Celestial, que es nuestra verdadera “Casa común”.


¡Todos los Santos de Dios, rogad por nosotros!

 
 
 

Comments


bottom of page