Perdonar
- Mons. Fernando María Cavaller
- 17 sept 2020
- 6 Min. de lectura

Sermón correspondiente al Domingo XXIV (A) 2020
El evangelio nos habla del perdón, el de Dios a nosotros, y el nuestro al prójimo. Van juntos. Tienen que ir juntos. Como van juntos el amor a Dios y el amor al prójimo. Por supuesto el perdón de Dios es el que tiene la iniciativa. El que damos nosotros es el reflejo del suyo. Y la sentencia de Jesús no admite excepciones: debemos perdonar “hasta setenta veces siete”, es decir, siempre.
Lo enseña luego con esta parábola del rey y sus deudores, donde uno no quiso perdonar a su vez una deuda. A este lo llama “miserable”, porque no tuvo compasión de su compañero como el rey la había tenido con él. Fue entregado a los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Y la otra sentencia de Jesús tampoco admite excepciones: “Lo mismo hará mi Padre celestial con vosotros, si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos”. No queremos imaginar lo que pueda significar para nosotros “pagar todo lo que debemos”. Porque las ofensas a Dios son infinitas porque el ofendido es infinito, y el pago huele a infierno. Pero, precisamente, el rey de la parábola, que es Dios, perdona la deuda. Sin eso no habría salvación para nosotros. Somos salvados gratuitamente por la misericordia de Dios. Esta es nuestra esperanza. Y si es así, lo nuestro es perdonar también y ser esperanza para aquellos que nos ofenden, a la vez que testigos del perdón divino que todos los seres humanos esperamos obtener, ofensores y ofendidos.
Jesús nos enseñó en el Padrenuestro a pedir al Padre que “perdone nuestras ofensas” asi como “nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. El texto latino original dice “deudas”, como la parábola de hoy. Y luego de enseñar la oración insiste en esto como si hiciera falta explicarlo más: “Si vosotros perdonáis a los hombres su ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 12; 14-15). Y más adelante, vuelve a decir: “con la medida que midáis se os medirá a vosotros” (Mt 7,2).
El domingo pasado, la realidad que aparecía en el fondo de la corrección fraterna era el pecado ajeno, y aquí también el perdón se refiere al pecado ajeno. Mi pecado existe y el de los demás también. Existe en mis padres, en mis hijos, en mis hermanos, en mis amigos y enemigos, en mis vecinos, en mis empleados, en mis patrones, en los gobernantes, en los gobernados, en todos, en todo ser humano de este mundo, niño, joven o viejo, hombre o mujer, de cualquier época y lugar. Es la enfermedad universal. Y por tanto, las ofensas están por todos lados, y los ofendidos también. Por tanto, la tarea de perdonar es interminable. Como Dios, Jesús lo hizo con un solo acto de valor infinito. Murió por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación. Y su eficacia es para siempre y está dispuesto a perdonar a cada uno cada vez. Nos pide a nosotros hacer lo mismo, cada vez.
Dice Santo Tomás de Aquino que “La omnipotencia de Dios se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es perdonar libremente” (1, q.25, a.3 ad 3). Y por este motivo, dice San Juan Crisóstomo comentando el evangelio de hoy, “nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos al perdón” (Hom S.Mt, 19,7). Podríamos concluir que también nuestro poder más grande consiste en perdonar, y que al hacerlo somos testigos de la omnipotencia de Dios. Es un acto de amor al enemigo. Como en el caso de la corrección fraterna, el único obstáculo es el orgullo. Sólo el humilde sabe perdonar, y sólo el humilde se deja perdonar.
Hay que decir, además, que la misma experiencia indica que la solución de muchos problemas, por ejemplo, familiares, es perdonar. No es posible ni siquiera en el plano meramente humano vivir en el rencor, en el permanente recuerdo de las deudas impagas, de las ofensas. El libro del Eclesiástico dice hoy, en consonancia con el evangelio: “El rencor y la ira son abominables, y ambas cosas son patrimonio del pecador. El hombre vengativo sufrirá la venganza del Señor, que lleva cuenta exacta de todos sus pecados. Perdona el agravio a tu prójimo y entonces, cuando ores, serán absueltos tus pecados. Si un hombre mantiene su enojo contra otro, ¿cómo pretende que el Señor lo sane? No tiene piedad de un hombre semejante a él ¡y se atreve a implorar por sus pecados! Él, un simple mortal, guarda rencor; ¿quién le perdonará sus pecados?” Y termina diciendo: “Acuérdate del fin, y deja de odiar”. ¡Y esto es el Antiguo Testamento!
El perdón debe darse lo más rápido posible, para no dejar que el rencor crezca con el tiempo y corroa el corazón. En cuanto al modo, no habrá siempre necesidad de decir “te perdono”, bastará con tener un gesto amable, volver a conversar, disculpar. Y no se trata de las grandes ofensas sino también de las pequeñas, que suelen engendrar grandes cuestiones en los corazones susceptibles, hipersensibles, egoístas. Son las pequeñas peleas de hogar, malas contestaciones, gestos destemplados, que ni siquiera son muchas veces voluntarios sino fruto del cansancio y del stress de la vida actual.
Esta convivencia permanente de la familia que ha traído el aislamiento es un tiempo que exige más que nunca la caridad del perdón. También aparecen en el lugar de trabajo, y en el tránsito vehicular. No puede ser que al menor roce se nos vaya toda la caridad cristiana y aparezca el deseo de venganza, de devolver mal por mal, o de poner distancia o guardar silencio acusatorio, actitudes propias de niños caprichosos. Parece necesario hacer un examen de conciencia para ver cómo son nuestras reacciones frente a las molestias que trae la convivencia diaria. Si miramos a Jesús, después de recibir insultos y calumnias, azotes y ultrajes, en el momento de la ofensa mayor, colgado en la cruz, dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Ahora bien, perdonar es algo de naturaleza sobrenatural. Cristo nos dio el mandato de «amar al enemigo», una forma de caridad extrema que no encontramos en ningún otro código moral anterior al cristianismo. Es sobrenatural, porque requiere el concurso de la gracia divina, porque la posibilidad de su cumplimiento no se halla en la mera naturaleza humana.
En este sentido, el perdón no contradice a la justicia, porque el perdón se refiere a la ofensa en el orden personal, mientras la justicia se refiere a la reparación de la ofensa en el orden social. El perdón mira la ofensa como pecado, mientras la justicia la mira como delito. El perdón es de orden sobrenatural y la justicia de orden natural. Un padre podría perdonar cristianamente al asesino de su hijo en el fuero interno, al mismo tiempo de exigir la justa pena en el fuero externo. La gracia no destruye la naturaleza, la eleva. Perdonar es un acto de la virtud sobrenatural de la caridad, que no destruye la virtud natural de la justicia, sino que la eleva. La justicia es el mínimo de la caridad, pero el perdón es el máximo de la caridad.
Finalmente, que perdonar sea difícil a veces, no lo hace imposible. Con la ayuda de Jesús podemos hacer lo que El hizo. Por algo dijo en la quinta bienaventuranza: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7). Y también “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, perdonad y seréis perdonados” (Lc 6,36-37). Y por eso dijo San Pablo: “Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, mansedumbre, longanimidad, soportándoos y perdonándoos mutuamente siempre que alguno diere a otro motivo de queja. Como el Señor os perdonó, así también perdonaos vosotros” (Col 3, 12-13). El salmo de hoy dice: “El Señor no acusa de manera inapelable ni guarda rencor eternamente” Este es el signo más evidente que el cristiano puede dar en el mundo, especialmente hoy, cuando impera por todas partes el rencor y la venganza, actitudes propias de los demonios.
Pidamos saber perdonar y recemos hoy con convicción renovada el Padrenuestro.
Comments