Perder y ganar en la respuesta a Jesús
- Mons. Fernando María Cavaller
- 31 ago 2020
- 7 Min. de lectura
Sermón correspondiente al Domingo XXII(A) 2020

El evangelio de este domingo nos presenta otra vez al Señor en diálogo con Pedro. La escena viene a continuación de la del domingo pasado. Jesús predice su muerte y su resurrección. Pero Pedro responde rechazando esta perspectiva de muerte de Jesús. Peor aún, lo lleva aparte y lo reprende, diciéndole: “Eso no sucederá”. Sin duda, estaba influenciado por el medio ambiente judío general, que esperaba un Mesías triunfante, un caudillo que liberara a Israel del poder romano. No estaba presente la idea de un Mesías sufriente, y menos aún que muriera condenado. Pero lo que llama la atención es que Pedro acababa de recibir ese nombre, “piedra”, porque Jesús lo quería como fundamento de su Iglesia, precisamente por haber afirmado, inspirado por Dios Padre, la identidad divino-humana de Jesús como Mesías. Pero ahora, Pedro no responde del mismo modo. Y Jesús lo reprende severamente llamándolo ¡Satanás! Y le dice: “Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Es decir, lo contrario de lo que había hecho antes ¿Qué le pasó a Pedro? Le pasó que, por mucho que Jesús le hubiese cambiado el nombre, todavía no lo había confirmado en su oficio. Pedro no dejaba de ser Simón, y se dejó llevar por sus criterios humanos. Respondió como Simón, no como Pedro. Y en una cuestión esencial del plan redentor de Jesús, que debía morir para resucitar después, el triunfo verdadero, sobre el pecado y sobre la muerte. Por eso, como ya recordé el domingo pasado, Jesús le había advertido: “Simón, Simón, Satanás ha pedido permiso para zarandearos como trigo” (Lc 22,32). Lo llama Simón, dos veces. Y en la escena de hoy, deja al descubierto que Satanás lo ha inspirado para oponerse a la cruz de Jesús. Como Pedro, las puertas de infierno no prevalecerían, pero como Simón, sí.
Y Simón prevalecía aún sobre Pedro. Eso se ve en varias escenas posteriores del evangelio. Hay tres que se suceden una tras otra. En el huerto de la agonía, Jesús se le acerca y le dice: “Simón, ¿duermes?”. No lo llama Pedro sino Simón, aludiendo a su débil humanidad. Poco después, llega Judas con los soldados para apresar a Jesús, y Simón saca la espada hiriendo al sirviente del Sumo Sacerdote, y Jesús lo reprende porque otra vez actúa con criterios humanos. Y un par de horas después, mientras Jesús es juzgado en el Sanedrín, Simón lo niega públicamente tres veces en el patio, por miedo. Jesús, al salir, lo miró fijamente…y Simón lloró. En ninguno de estos casos actuó como Pedro, sino como el hombre Simón.
Por eso, después de la resurrección, cuando Jesús lo confirma como Pedro, le pregunta tres veces: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Lo llama Simón, y después que Simón contesta que sí le dice: “apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-17). Los evangelios hablan siempre de Simón Pedro, aludiendo a esta doble identidad. En cambio, el libro de los Hechos de los Apóstoles lo presenta siempre como Pedro. Jesús le había dicho, incluso antes de la resurrección, que rezaba por él “para que tu fe no desfallezca y puedas confirmar a tus hermanos” (Lc 22, 32). Pero, de todos modos, ese don de infalibilidad como Pedro en las cosas de la fe, no anulaba su personalidad como Simón. Era, en todo caso, la gracia la que santificaba su persona, como en los demás apóstoles, y en todos los cristianos en general, la cual gracia tampoco anula la libertad para cooperar o no con ella. Esta distinción real se hizo patente en Simón Pedro, y los evangelios no la ocultan, lo cual es uno de los signos de su autenticidad. Y la historia posterior nos muestra que lo mismo ocurrió con sus sucesores. No todos los papas han sido santos, y en algunos casos lamentablemente han sido todo lo contrario, sin haber perdido, sin embargo, la infalibilidad de Pedro, cuando enseñaron desde la Cátedra las verdades de la fe y la moral católica. Pero en cada uno de ellos siempre pudo distinguirse su oficio de Pedro de la propia personalidad. De hecho, y con todos los papas, la tradición común es llamarlos no sólo por el nombre que eligieron como sucesores de Pedro, sino por su apellido humano: el papa Borgia (Alejandro VI) y el papa Farnesio (Pablo III) del siglo XVI, y los más cercanos a nosotros, el papa Sarto (San Pío X), el papa Pacelli (Pío XII), el papa Montini (Pablo VI), el papa Wojtya (San Juan Pablo II), el papa Ratzinger (Benedicto XVI), y el papa Bergoglio (Francisco).
Pero, pasemos ahora, de la persona de Pedro a todos los cristianos. El evangelio dice que Jesús, después de corregir a Simón Pedro, “les dijo a sus discípulos: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue su cruz y sígame”. Es decir que el plan de Jesús para salvar al mundo, al que Simón se opuso, era para toda la Iglesia, y hasta el fin del mundo. Lo que estaba diciendo Jesús con toda claridad es que seguirlo suponía el riesgo de morir, es decir, de seguirlo hasta el Calvario. Y esto se cumplió realmente en las persecuciones que sufrió la Iglesia al comienzo, con miles de mártires, entre ellos Pedro y los demás apóstoles, que estaban escuchando en directo estas palabras de Jesús. Y siguió cumpliéndose a lo largo de la historia de la Iglesia. No hay siglo que no haya tenido mártires. Y en el siglo XX y lo que va del XXI ha habido más que en toda la historia anterior. La Iglesia de Cristo a la cual pertenecemos es católica, es decir, universal, también en este sentido: es universalmente mártir, en el tiempo y en el espacio. No estamos exentos.
La pregunta es si esto nos conmueve o no. La cuestión es si para nosotros la fe católica significa todavía algo “vital”. Es decir, de vida o muerte. O como diría Newman: una cuestión de perder y ganar. Escribió una novela con ese título, que habla de un converso al catolicismo, como él. Pero la conversión es algo permanente, de cada día, y de cada momento, desde el Papa hasta el último de los cristianos. Es verdad que la fe es un don que recibimos en el bautismo, pero podemos perderla. Hace unos días leí, entre otras estadísticas recientes, que en Italia (precisamente la tierra de Pedro mártir, el centro de la Iglesia Católica) el 30% de la población no cree que Dios exista. Lo más probable es pensar que se trata de personas bautizadas. Tienen, además, delante de los ojos, sin la necesidad de libros, la historia milenaria del cristianismo, con la basílica de San Pedro a la cabeza, la síntesis de la cultura occidental y cristiana en la literatura, las ciencias y las artes, las tumbas de los mártires y demás santos y santas, y los logros de esa civilización que recogió también la sabiduría del mundo antiguo de griegos y romanos. Pero nada parece suficiente. La pandemia ha dejado al descubierto la situación: la plaza de San Pedro vacía, las iglesias vacías, y las mentes de muchos también vacías de Dios, al menos en ese 30%.
Ante esto, resuenan hoy las palabras de Jesús, que son eternas: “el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí la encontrará”. Es decir, querer salvar la vida sin Cristo, es perderla. Porque no se trata sólo de esta vida, sino de la eterna, a la que no podemos acceder sin Él. A esto se refiere luego al decir hoy: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?” Otras traducciones dicen “si pierde su alma”. Esta es la verdadera opción fundamental. Se trata de una respuesta que hay darle a Jesús, que conlleva el riesgo de pérdida de cosas de este mundo, en vista de una ganancia que no es de este mundo. La cuestión está en considerar qué perdemos y qué ganamos. Porque el que pierde a Dios pierde todo. De la respuesta que le demos a Jesús, dependerá lo que nos diga a su vez. Que no sea lo que le dice hoy a Simón: “tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”.
En la primera lectura de hoy, el profeta Jeremías nos ilumina con su ejemplo, con su pérdida y ganancia. Le dice primero a Dios: “¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir!” Pero comenzó para él la cruz: “Soy motivo de risa todo el día, todos se burlan de mí...la palabra del Señor es para mí oprobio y afrenta todo el día”. Y entonces le viene la tentación: “No lo voy a mencionar, ni hablaré más en su Nombre”. Dicho con las palabras del evangelio de hoy: “voy a salvar mi vida”. Jeremías sufría de parte de sus propios hermanos de Israel. Hoy nos pasa lo mismo, y tenemos la tentación de abandonar. Es frecuente el rechazo, la indiferencia, o la incomprensión de personas cercanas que se dicen católicas. Pero Jeremías no se dejó vencer: “Había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía”.
Si el amor a Cristo es así, entonces podemos seguir adelante y ser sus testigos en el mundo, y ayudar a los que han abandonado la fe. Un texto del papa emérito Benedicto nos anima: “No tengáis miedo al mundo, ni al futuro, ni a vuestra debilidad. El Señor os ha otorgado vivir en este momento de la historia, para que gracias a vuestra fe siga resonando su Nombre en toda la tierra”.
Respondamos así a Jesús hoy, diciéndole que queremos seguirle de todo corazón, con las palabras de San Pablo: “Lo que era para mí una ganancia, lo he juzgado pérdida a causa de Cristo. Más aún: juzgo que todo es pérdida, ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas…para ganar a Cristo” (Fil 3, 7-8).
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