Mientras no tengamos rostro
- María Bernardita Olazábal
- 5 feb 2021
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 19 ago 2021
«El tiempo ha sido, es y será siempre objeto de nuestras reflexiones. Es que en cierta medida es nuestro bien más preciado, y no porque podamos elegir qué tiempos vivir o cuánto de él disponemos; sino porque, como dice J.R.R. Tolkien, «sólo podemos decidir qué hacer con el tiempo que se nos ha dado». Y es en estas decisiones, a veces aparentemente insignificantes, donde labramos el camino que siguen nuestros pies. Lo que hacemos con nuestro tiempo dice mucho de lo que somos, y en ese sentido el destino del tiempo de los hombres actuales es un reflejo fiel del estado de nuestra sociedad. Por eso hoy me he detenido a pensar en esa queja repetida hasta el cansancio que puede oírse de los labios más variados: no tengo tiempo.
El origen de estos pensamientos radica, nada más y nada menos, que en una lectura — como la mayor parte de las ideas que vagan por mi mente — . Mientras no tengamos rostro es de esos libros que hay que leer infinidad de veces porque él mismo ha sido velado por su autor y es un enigmático misterio. Esconde una conversión, amores verdaderos y su caricatura, nostalgia humana hacia la fuente divina de la verdad, el llamado del Amor a la cámara nupcial y la incomprensible magnificencia de Dios que nos da suficiente claridad para amar y las penumbras necesarias para rechazarlo en la oscuridad. Así, ha sido C.S. Lewis de la mano de esta novela quien ha depositado en mi cabeza la idea de que la escasez de tiempo es en realidad una máscara.
Dios es sabio, nos da el tiempo que precisamos, ni más ni menos. El necesario para hacer aquello para lo cual hemos venido al mundo, aunque la prisa apremie y parezca que no damos abasto. Quizás no nos damos cuenta y el quejido recurrente es la alfombra con que cubrimos realidades que nuestro corazón teme reconocer. Es que, creo yo, a los hombres realmente no nos falta el tiempo, lo que nos falta es la determinada determinación de Santa Teresa para priorizar lo verdaderamente importante. Como Orual, los hombres de hoy en día — yo primera — , nos encerramos tras los ropajes del activismo para ocultar nuestro rostro detrás de este velo inmaterial, para esconder nuestra naturaleza bajo un disfraz de robot. A veces podemos pensar, como el personaje, que esto nos preserva de la mirada ajena pero no nos damos cuenta de que nos escondemos también para la propia.
En el libro, Orual extinguió la voz de su alma y acalló los gemidos de su espíritu. Se convirtió en una reina guerrera, matándose a sí misma, asfixiándose tras las sombras y creyendo que así se protegía. Es que sí, Orual — como nosotros — en realidad tenía miedo, miedo de que la ausencia de tareas y la soledad la llevaran a un silencio atroz, a un silencio donde no hubiera sitio para esconderse, a un desierto donde tuviera que, finalmente, mirarse cara a cara y descubrir la fealdad de su propio rostro.
Estoy convencida de que el demonio se ha encargado de convertir la tierra en un infierno al transformarla en una jungla donde la eficiencia utilitarista ha copado todo nuestro ingenio. No obstante, creo también que nosotros hemos elegido ese sufrimiento, esos grilletes y ese desenfreno, porque preferimos esa esclavitud bestial a la ardua responsabilidad propia de hombres libres. Y es esta mentira, esta gran mentira, la que nos ha reducido voluntariamente a robots inanimados: «no tengo tiempo». No hay tiempo para sentarse a la sombra de un árbol y dedicarlo a una lectura que no sea voraz sino atemperada, no hay espacio en nuestra agenda para apagar el celular y caminar entre ríos, arbustos o piedras, bebiendo silenciosamente las últimas luces de un atardecer. No hay tiempo para contemplar estrellas, no hay tiempo para escuchar música en silencio. No hay tiempo para rezar, para cantar, para leer, para pensar. Nunca hay tiempo… Vivimos corriendo, como el conejo de Alicia, inquietos y activos como Sísifo sin terminar jamás la tarea, ajenos a nosotros mismos, inmersos afuera, sin saber qué sucede adentro.
Sospecho que hay quienes no han logrado percatarse de que el mundo nos somete a un ritmo de vida que esteriliza nuestros espíritus. Pero aún más me preocupa que otros, viéndonos con grilletes, no nos creemos con fuerzas suficientes para hallar verdadera libertad. Yo misma me he quejado infinidad de veces como si no tuviera más opciones. No obstante, en parte no tenemos tiempo porque no queremos tenerlo. Al fin y al cabo uno simplemente prioriza, elige… Opta por dedicar tiempo a algunas cosas y restringe el espacio de su agenda para otras. Puede que más de una vez hayamos sido efectivamente arrastrados por una vorágine que no ha sido elegida voluntariamente. Sin embargo, llega un momento en que uno elige y hoy tristemente nos cansamos de elegir mal.
Y — casi — no me queda duda de que la principal causa de estos errores recurrentes y tan generalizados radica, como diagnostica Lewis en su novela, en que el hombre actual, tan autosuficiente, tiene miedo… Vive con temor a la verdad que el silencio puede sacar a la luz, aterrorizado de la posibilidad de descubrir su rostro interior a la Presencia Divina que es capaz de iluminar las miserias más oscuras de nuestro ser. Por eso hoy seguimos tanto el nefasto consejo de Orual de «ser muy trabajadores, no oír música, no mirar nunca al cielo y a la tierra, y (sobre todo) no amar a nadie». Porque nos amedrenta llegar a ver nuestro verdadero rostro y así reconocer nuestra miseria, contemplar la verdad desnuda que puede herirnos. ¡Ay, es que sólo a través de la herida es que penetra la gracia! Es ese dolor punzante el que nos urge a la conversión y abre nuestro corazón. Sólo después de penetrar hasta las profundidades de su propio ser es que Orual puede beber el agua que la hace bella, que la transfigura, que transforma la aparente maldición del dios de la Montaña — «Tú también serás Psique» — en un declaración de amor y misericordia. Sólo aceptando ver su fealdad es que puede encontrarse con él y ser también la esposa del dios.
«¿Cómo van a mostrarse ante nosotros cara a cara mientras no tengamos rostro?» — dice Lewis. Y me pregunto, ¿cómo nos dará Dios su gracia, su perdón y misericordia mientras no tengamos tiempo? ¿Cómo hallar paz y sosiego, cómo cumplir el fin para el que hemos venido al mundo si nos convertimos en meras máquinas sólo ávidas de placer y eficiencia? ¿Cómo encontrarnos con Dios y su bondad infinita si no hay lugar para la oración — para «hablar de amistad con Quien sabemos nos ama» — en nuestras vidas?
Entre tantas cosas, esta novela contiene la certeza de que un hombre no es más hombre que cuando es capaz de enfrentar su rostro y su mirada con el de la Belleza eterna, para la cual las palabras no bastan: hace falta ver, contemplar. Todos, como Psique, tenemos ese anhelo profundo por Aquel para el cual hemos sido creados. Y si hemos aprendido a mirar adecuadamente el mundo que nos rodea, habremos descubierto y cada uno puede exclamar— al igual que ella — :«el dios de la Montaña ha estado rondándome, galanteándome toda la vida».
No obstante, ese encuentro para el que hemos venido al mundo rara vez acontece en estos días… Pero no es cuestión de maldades divinas, sino de miserias humanas y de engaños urdidos por el rey de la mentira. Es que Dios no puede abrazarnos con su Presencia hasta que no estemos preparados para contemplar su rostro. Y el camino hacia la Montaña sólo se inicia en la soledad, la contemplación y el silencio que descubre las verdades desnudas. Debemos dejar a un lado el miedo y ser suficientemente valientes para ir contra el mundo y, como me dijo el sabio profesor Dolna hace tiempo, «darle a la contemplación un lugar en nuestra vida»… Mientras no seamos capaces de admirar el bien que nos rodea, contemplar la verdad de las cosas o extasiarnos frente a la belleza que nos ha sido regalada, no seremos hombres, verdaderos hombres. No podremos mirarnos y aceptar la misericordia divina. No seremos Psique, sino solo Orual, una mujer fea que se esconde de todos, pero especialmente de sí misma…»
María Bernardita Olazábal
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