La tormenta en el lago
- Mons. Fernando María Cavaller
- 12 ago 2020
- 6 Min. de lectura

Sermón correspondiente al Domingo XIX (A) 2020
Muchas cosas sucedieron en aquel lago de Galilea o a su alrededor. Cafarnaúm, la ciudad donde Jesús vivía habitualmente, estaba a orillas del lago. Tabga, el lugar de la multiplicación de los panes del domingo pasado, también. Los apóstoles eran pescadores en el lago. Allí los llamó Jesús a dejarlo todo. Los evangelios citan el lago 50 veces. Fue un lugar privilegiado de la vida pública de Jesús.
Y el episodio de hoy, había tenido un precedente (Mt 8, 23-27). Jesús está en la barca de Pedro, con los demás apóstoles, y se desata la tormenta. Cristo está durmiendo en la popa. Los discípulos están aterrados, aunque conocían muy bien el lago. Despiertan a Jesús y le dicen “¿No te importa que nos ahoguemos?” Y Él calma la tempestad. ¿Cómo no le iba a importar? Si vino precisamente para eso: Dios se hizo hombre para calmar la tormenta desatada en el paraíso, para parar los vientos del demonio que no paran desde entonces, para sacarnos de la muerte, para llevarnos al puerto, que es la vida eterna. ¿Cómo no le iba a importar?
En el relato de hoy (Mt 14, 22-23) la situación es semejante. Jesús no está en la barca, pero desde el lugar elevado donde se ha ido a orar, la ve en el medio del lago, con olas muy fuertes y viento en contra. Y entonces baja y se acerca…”caminando sobre el agua”!!!. Los apóstoles creen que es un fantasma. ¿Quién no lo habría creído? Y empiezan a gritar por el miedo. Entonces Jesús se da a conocer: “Tranquilícense. Soy Yo. No teman”.
La escena habla por sí misma. Podemos imaginarla, es decir, hacerla real. El Evangelio habla siempre de cosas reales, no de ideas. Real es la tormenta, real la barca con los apóstoles, real la llegada del Señor. Y ¡qué llegada! Después de la Transfiguración en el mote Tabor que celebramos hace tres días, donde Jesús muestra algo de su gloria divina a los apóstoles, en este escenario del Lago se les aparece como Señor del mundo, de la tierra, del mar, y del viento. Camina sobre las aguas. Es otra vez Su dominio sobre la naturaleza de las cosas, como había sido cambiar el agua en vino o multiplicar los panes, o curar al instante enfermedades, o resucitar cuerpos muertos. Los llamamos milagros. Pero no los hacía sólo para mostrar su divinidad sino para salvarnos. El Creador de todo se ha convertido en Salvador de todos. Es el hecho más asombroso de nuestra fe: Dios se hizo hombre, se encarnó. Para decirlo con una sola imagen: bajó del cielo a la tierra.
Y eso es, precisamente, lo que muestra la escena de hoy: Él estaba en el monte solo y baja para acercarse a la barca de los apóstoles en medio de la tormenta. Dios siempre vio desde lo alto lo que ocurría aquí abajo en el mundo de los seres humanos. E intervino en la historia. Es lo que está relatado tanto en el Antiguo como en Nuevo Testamento. Hay un salmo que describe una escena parecida a la del Evangelio: “Entraron en naves por el mar…se levantó un viento tormentoso, que alzaba las olas a lo alto: subían al cielo, bajaban al abismo, el estómago revuelto por el mareo, rodaban, se tambaleaban como borrachos, y no les valía su pericia. Pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación. Apaciguó la tormenta en suave brisa, y enmudecieron las olas del mar. Se alegraron de aquella bonanza, y El los condujo al ansiado puerto” (Sal 106, 23-30). Era una profecía. Jesús vino a cumplir de modo real lo que habían rezado durante siglos los que esperaban la salvación. La escena del salmo se hizo realidad. Así es esta historia de salvación, que estaba llegando a su plenitud con la presencia viva de Jesús, es decir, de Dios con nosotros. No es un Dios lejano sino cercano. “Se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).
Jesús, rezando en lo alto del monte, veía mejor que nadie, lo que ocurría y ocurre en el mundo. Y vio también la barca de Pedro en el lago, sarandeada por las olas y la tormenta. Y es que aquella barca representaba la Barca de la Iglesia, que Jesús mismo acababa de fundar, y que navega desde entonces por el mar de la historia. Y aquella tormenta resumía anticipadamente, como una profecía, todas las tormentas que la Iglesia de Cristo iba a sufrir hasta el fin del mundo. Y Jesús siguió, sigue y seguirá bajando para mostrar a los apóstoles que no están solos. Más aún, camina sobre las aguas turbulentas del mundo. Y su Barca permanece y llegará a Puerto. Como el Arca de Noé después del diluvio.
Estamos en un mundo donde abundan los huracanes de la injusticia, de las guerras, de la impiedad, de la inmoralidad. Como dice la Escritura: “El que siembra vientos, recoge tempestades” (Os 8,7). Es el mar revuelto del pecado. Por algo, en el Antiguo Testamento, se consideraba al mar como algo hostil, peligroso, un abismo insondable, lleno de monstruos marinos. Todavía hoy las tormentas marinas son temibles y se hacen películas con escenas de terror. Pero la visión de fe cristiana contempla la escena del Evangelio con otros ojos. Se da cuenta que la historia humana en gran medida ha sido el intento de calmar las tormentas de la vida, en todos sus niveles: las tormentas personales, las familiares, las nacionales, y las universales. Pero se da cuenta también que estos esfuerzos humanos han sido valiosos, pero insuficientes. Que la política tiene sus limitaciones, porque está hecha por hombres, más aún si se trata de gente que en vez de calmar tormentas las provoca con su propia corrupción. Se da cuenta que sin Dios no hay bonanza posible. Y las barcas que construye el mundo sin Cristo, van a la deriva, porque no saben a qué puerto llegar, y naufragan en el camino. El mundo dejado a sí mismo no es capaz de parar las tormentas que él mismo provoca. El diablo se encarga de que aumenten, como ahora. La pandemia ha mostrado el verdadero rostro de un mundo a la deriva, sin pilotos, sin mapa, y sin rumbo fijo. Y ha equivocado el pronóstico, porque el peligro mortal no está solo en el virus, y la terapia está causando males mayores.
Más que nunca hace falta estar en la Barca de la Iglesia. Claro, muchos ven que la tormenta no sólo la ataca desde el mar de fuera, sino que se ha desatado dentro, como pasa en los motines a bordo. Es verdad. Y puede ser que presente grietas y destrozos en el casco, en el mástil, o incluso en el timón. Pero tiene experiencia de dos mil años de navegación y de tormentas de todo tipo. Y sabemos que Jesús está a bordo, hasta el fin de la historia.
Interesa, por último, la actitud de Pedro, que le pide a Jesús ir hacia Él caminando sobre el agua. Parecía un acto de fe inmenso, y Jesús se lo permite. Pero falla. Porque en vez de seguir mirando a Jesús mira las aguas donde está parado, y el viento, y comienza a hundirse. Y gritó “Señor, sálvame”, “Jesús le tendió la mano y lo sostuvo”, pero mientras le dijo: ‘Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. Esto no puede ser más elocuente hoy, para todos los que vamos en la Barca. No faltan hoy blogs, artículos, declaraciones, libros y videos, algunos con gran lucidez, que analizan hasta el detalle la crisis tormentosa que atraviesa la Iglesia, en un mundo tormentoso al máximo. Leemos todo esto e incluso lo hacemos viral (como se dice). Pero el modo de enfrentar las malignas tormentas, externas o internas, no puede consistir en contemplar sólo el mal, las tinieblas, el rugido del viento y el mar, o las grietas de la Barca y la impericia de la tripulación. Aprendamos de Pedro, que por hacer eso, comenzó a hundirse. Claro que Jesús nos atrae para caminar sobre el agua del mar de este mundo. Pero la clave está en mirarlo a Él. No apartar los ojos de Él. Si somos solamente expertos en el mal del mundo y los males de la Iglesia, y vivimos haciendo la letanía de desgracias, estaremos contemplando sólo el infierno, y nos hundiremos. El diablo es el primer interesado en esta contemplación obsesiva, porque logra desesperarnos. Lo que toca hoy, con urgencia y más que nunca, es contemplar a Cristo, casi sin pestañar. Los ojos de la fe miran en Él el cielo, la única visión capaz de hacernos caminar sobre las aguas revueltas. Con la paciencia de los santos, y como hicieron todos los mártires ante la tormenta que los rodeaba.
El relato dice que “Cuando subieron a la barca, el viento se calmó”. Aun con todas sus limitaciones humanas y la furia del diablo que la arremete, la barca de la Iglesia es el lugar seguro para navegar por el mundo. En ella llegamos a puerto. No se hunde. Sin ella nos ahogamos en el mar. Jesús está siempre con nosotros, diciéndonos una y otra vez: “Tranquilícense, soy Yo; no tengan miedo”. Y nos pide mirarlo con fe, aún en medio de la “tormenta perfecta”. Y es en la Barca, como hicieron los apóstoles, donde nos postramos en adoración “ante Él, diciendo: ‘verdaderamente Tú eres el Hijo de Dios’”.
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