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La Hospitalidad

  • Venerable Fulton J. Sheen
  • 26 oct 2020
  • 2 Min. de lectura

Las grandes virtudes pueden desaparecer de la civilización a causa de ciertos cambios en la estructura de la sociedad. Cuando había pocas ciudades y los viajes resultaban largos y arduos, la hospitalidad era una de las virtudes más frecuentemente practicadas. El historiador griego Herodoto cuenta cómo, habiendo naufragado en una costa muy poco poblada, toda una familia acudió, sin alimentos, pero sin gajes, a cuidarle. Uno de nuestros misioneros del Pacífico afirma que nunca podía decir a indígena alguno de la isla que tenía un dolor de cabeza, porque, si no, aquella gente pasaría toda la noche junto a su tienda haciendo cocimientos de hierbas y dispuestos a prestarle ayuda si la necesitaba.

La hospitalidad no ha desaparecido del mundo, pero en gran extensión se ha tornado corporativa u organizada. Existen instituciones que cuidan del viajero y del necesitado, mas las atenciones son menos personales y la responsabilidad menos individual.

Hace pocas décadas, nadie que fuera en un carricoche por un camino se negaba a detenerse para recoger a cualquier viandante. Hoy, pocos automovilistas frenan para dar asiento a los que andan por las carreteras, principalmente porque muchos hacen la hospitalidad imposible con su conducta desagradecida. A pesar de esto, nada es peor que pensar que el mundo no merece confianza y que todo hombre es un pícaro hasta que pruebe su honradez.

Admitiendo que las cosas cambien, persiste la necesidad de las virtudes hospitalarias, que no quedan satisfechas simbolizando la hospitalidad con la oferta de una copa. La esencia de la hospitalidad son la amabilidad y la simpatía. Sólo el egoísmo nos hace pensar que las oportunidades de ofrecer hospitalidad han pasado.

“Pensaba que en la casa del camino nadie habitaba; pero ayer, que vi crespones en la puerta, supe bien que alguien había residido allí”.

La edad de los descubrimientos no ha pasado todavía y el mayor que nos falta por hacer es que todo individuo descubra que hay otras personas en el mundo además de uno mismo. Cierto príncipe de Gales dijo un día: “El número diez de Downing Street nunca sustituirá a un buen vecino”, y en ese caso están las casas comunales y las instituciones sociales. El contacto personal directo y la decidida aceptación de las molestias y cargas implicadas en las relaciones personales completas e íntimas, son como el riego sanguíneo de una sociedad sana.

En su último día Nuestro Bienaventurado Señor dijo que nos juzgaría por nuestra actitud respecto a la hospitalidad: “¿Cuándo te vimos con un forastero y no te hicimos entrar?”.

La hospitalidad, por lo tanto, no sólo impone los deberes que conocemos, sino también la terrible consciencia de que ese forastero es o puede ser Cristo. En todos nuestros tratos nos entendemos con el mismo Señor, aunque no lo sepamos. Acaso si examinásemos bien nuestras guerras pudiéramos ver entre dos trincheras enemigas, o entre un avión en el cielo e Hiroshima en tierra, el cuerpo de Cristo acribillado a balazos. El mal que unos hombres hacen a otros se lo hacen a Él, sea un acto de bondad o de rencor, y de esos actos dependerá la forma en que se nos juzgue.

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