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La Belleza salvará el mundo

  • Fiódor M. Dostoievski
  • 19 ene 2021
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 19 ago 2021


Sentencia Fiódor M. Dostoievski: «La belleza nos salvará». En tiempos de desolación, desconcierto, fealdad, esta frase tan difundida tal vez puede devolvernos un poco de claridad, puesto que la belleza es el esplendor de la verdad; y la verdad es siempre eterna como nueva.


La contemplación de la belleza –tema profundo y misterioso si los hay- requiere de nuestra atención una vez más.


Plotino –filósofo griego neoplatónico- en su tratado Sobre lo Bello refiere a que la belleza no puede consistir esencialmente en la simetría corpórea, ya que todo lo material no es más que una sombra huidiza de la verdadera realidad, por tanto identifica que por encima de todos los grados en que la belleza es participada en la escala de los seres, está la Belleza en sí, que se identifica con el Bien en sí y con el Uno. Hoy diríamos como el monje benedictino de la novela Natalia Sanmartin: «no se sorprenda si descubre finalmente que la belleza no es un qué sino, un quién.»


Esta es la importancia de considerar que: «Si la belleza del mundo corpóreo es un destello y participación de la belleza del mundo inteligible de las ideas, la belleza del mundo espiritual será inmensamente mayor, más admirable y digna de nuestra contemplación.»


Sin embargo, es válido considerar que si bien existen grados en que la belleza es participada en la escala de los seres, las creaturas de este mundo sensible significan las cosas invisibles de Dios, en parte, porque Dios es origen y fin de toda creatura. De manera que, las cosas –si las contemplamos bien- nos remiten al Creador, puesto que en todo lo que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de lo bello, hay realmente presencia de Dios. Podría decirse que existe una suerte de encarnación de Dios en el mundo, cuyo signo es la belleza. Y aquí el gran destino de este trascendental:

traslucir, ser una suerte de ventana hacia lo eterno, obrar en el hombre a través de los sentidos, poniéndolo frente a las cosas inmediatamente y frente a Dios a través de ellas.

Ahora bien, muchas veces no se accede a ella por la sola lógica de la razón. Vía pulchritudinis se ha llamado a este recorrido que manifiesta la necesidad de una purificación del alma para poder ascender a la contemplación de la Belleza en sí, el desprecio por todas las bellezas terrenales, y las dulzuras de la unión extática con la Belleza y Bien Eterno. «La percepción interior debe liberarse de la mera percepción de los sentidos para, mediante la oración y la ascesis, adquirir una nueva y más profunda capacidad de ver.»


La experiencia de lo auténticamente bello conduce a afrontar de lleno la vida para liberarla de la oscuridad y transfigurarla, para hacerla luminosa. Esto es lo que la belleza ha hecho en muchas personas. Un ejemplo brillante lo encontramos en Pieter Van der Meer de Walcheren, quien narra en su diario Nostalgia de Dios su camino de conversión a través de «los que con su arte, un poema, una pieza musical, la escultura o la pintura, despiertan la nostalgia por la belleza». En este noble y arduo camino de búsqueda, el autor, a través de la belleza de la creación y de las artes llega a las puertas de la Iglesia, en donde encontrará la Belleza de Cristo, que llama suavemente y, a poco de acercarse, lo hinca de rodillas.


Ese movimiento del alma, esa incomodidad ante lo incomprensible racional y humanamente, es provocado por la flecha de lo bello que deja una herida en lo más profundo de nuestro ser; puesto que la función esencial de la verdadera belleza consiste en provocar en el hombre una suerte de “sacudida”, que «lo hace salir de sí mismo, lo arranca de la resignación, de la comodidad de lo cotidiano, lo hace sufrir», lo hiere al mismo tiempo que lo “despierta”, empujándolo hacia lo alto, noble y profundo.


Cada año, en la Liturgia de las Horas del tiempo de Cuaresma, se reza el salmo 44: «Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia». Benedicto XVI lo explica con claridad: «La Iglesia reconoce a Cristo como el más bello de los hombres; la gracia derramada en sus labios manifiesta la belleza interior de su palabra, la gloria de su anuncio. De este modo, no sólo la belleza exterior con la que aparece el Redentor es digna de ser glorificada, sino que en él, sobre todo, se encarna la belleza de la Verdad, la belleza de Dios mismo, que nos atrae hacia sí y a la vez abre en nosotros la herida del Amor, la santa pasión («eros») que nos hace caminar, en la Iglesia esposa y junto con ella, al encuentro del Amor que nos llama.»


Una exigencia apremiante para nuestro tiempo es esta: ser alcanzados y cautivados por la belleza de Cristo. Aquella que nos conduce por una vía interior, y en esta purificación de la mirada, que es purificación del corazón, nos revela lo bello, o al menos un rayo de su esplendor.


«Quien ha percibido esta belleza sabe que la verdad es la última palabra sobre el mundo». Sin embargo, pone como condición que nos dejemos herir por ella, para poder sentir la profunda hermosura de los signos, como símbolos de la verdad.


El escritor ruso Alexander Solzhenitsyn, en su discurso de aceptación del Premio Nobel, dijo: «La sentencia de Dostoyevski ‘la belleza salvará al mundo’ no fue una frase descuidada sino una profecía».


¿Nos salvará la belleza? Sí. Aquella belleza redentora de Cristo, porque es Él quien revela la verdad de la belleza y la belleza de la verdad.

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