En la viña del Señor
- Mons. Fernando María Cavaller
- 7 oct 2020
- 6 Min. de lectura

Sermón correspondiente al Domingo XXVII(A) 2020
Siguen las parábolas vitivinícolas. La primera, hace dos domingos, con el llamado del dueño de la viña a los trabajadores a distintas horas del día y el pago del denario. El domingo pasado, el padre que manda a sus dos hijos a trabajar a su viña. Y hoy esta parábola de los viñadores homicidas la dice Cristo después de entrar en Jerusalén, el martes santo. Está precedida del relato de la higuera estéril, de los dos hijos (del domingo pasado) y seguida de la parábola del banquete nupcial. Todo esto tiene que ver con lo que ocurrirá en breve: la pasión y muerte de Jesús. La parábola de los viñadores nos habla de la viña, que es en la Biblia figura del pueblo de Israel. En la primera lectura de hoy, del profeta Isaías, en el llamado “cántico de la viña”, Dios se duele de haberla plantado, porque no encuentra uvas sino frutos agrios. En la parábola del Evangelio la viña sigue siendo el pueblo de Israel, que 1° no quiere entregar los frutos a su dueño, que es Dios, 2° no hace caso de los avisos de Dios, 3° maltrata o mata a sus mensajeros, que han sido los profetas, 4° va a matar al mismo Heredero, para quedarse con la viña.
A la pregunta de Jesús al auditorio, ¿qué hará el dueño de la viña?, la respuesta es: “Acabará con esos miserables y arrendará la viña a otros”. Y la sentencia de Jesús es: “El reino de Dios os será quitado y dado a un pueblo que rinda sus frutos”. Dice el evangelista que los fariseos se dieron cuenta que hablaba de ellos. Se trata pues del mismo sentido que la higuera que no tenía fruto y que Jesús maldice dejándola seca: era la religión de los fariseos que se iba a secar para siempre porque ya no tenía frutos de santidad, sino solamente hojas, vanas observancias externas. Dos capítulos más adelante, Jesús vuelve a referirse, ya sin parábola, al pueblo infiel del Antiguo Testamento, diciendo: “Jerusalén, Jerusalén, tú que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados...He aquí que vuestra casa os queda desierta”.
En efecto, la parábola de Jesús fue profética, porque los viñadores terminaron matando al Heredero. Después de aquel rechazo brutal al Hijo del dueño de la Viña, fue arrendada a otros. Los cristianos del Nuevo Testamento somos los últimos arrendatarios. Ya no habrá otros.
Y la primera enseñanza de la parábola es precisamente esta: que la Viña es del Señor, no nuestra. La Iglesia es del Señor, no nuestra. Hemos ingresado a ella en el bautismo, y somos sus miembros, pero Cristo es la Cabeza, el Dueño de la Viña. La tentación de estar en la Iglesia como si fuera una empresa propia, ha entrado en distintas épocas, en muchos cristianos, y a todo nivel. Pero en los últimos tiempos se ha manifestado cada vez con más fuerza, en la medida en que ha sido invadida por un espíritu secularista, es decir, mundano, y tiende a parecerse a las viñas puramente humanas, dejando de mostrarse como la Viña del Señor del cielo y de la tierra, es decir, una Viña humano-divina. No es extraño que en ella el acento se ponga en cuestiones sociales y económicas, ecológicas y políticas, incluso con una mirada global, que ve la Tierra sólo como nuestra casa común, es decir, nuestra viña, y que lógicamente debemos cuidar, pero olvidando que tiene Dueño. La misma actitud de no querer ser simples administradores sino dueños de la Tierra creada por Dios, es la de no querer ser simples trabajadores sino dueños de la Viña del Señor, que es la Iglesia, creada también por Dios, en la persona de su Hijo Jesucristo. Esta ceguera acerca del origen trascendente y divino del mundo, ya es grave, pero más grave aun cuando se refiere la Iglesia, que precisamente en el mundo actual debe ser Viña del Señor a la vista de todos. ¿No fue acaso ésta la misión que el Señor le encomendó como Salvador del mundo?
La otra enseñanza que deja esta parábola ha sido siempre, desde los Santos Padres de los primeros siglos, que somos nosotros los que debemos dar frutos en la Viña. Para esto el Señor nos ha dado esta Viña, que es su Iglesia. Y nos pedirá cuentas cuando llegue la Vendimia. Este don de Dios no se recibe sin grandísima responsabilidad. Veamos bien si en vez de uvas estamos dando agraces, o como con la higuera que se llena de hojarasca, pero no tiene frutos. En esto se parece a la parábola de los talentos, donde al regreso del rey después de su viaje todos tienen que dar cuenta de cómo los han hecho producir. La pregunta es ahora, y será en el momento final, qué frutos he dado, cómo he hecho producir los talentos recibidos. Es una cuestión de responsabilidad. La experiencia de la vida nos muestra que vamos siendo educados para eso. Los padres les indican a los hijos, a cada uno, lo que deben hacer en la casa y tienen que responder haciéndolo. Desde el colegio primario hasta los estudios de postgrado hay que rendir cuentas en los exámenes. Cualquier trabajo, oficio o profesión se ejerce con responsabilidad ante alguien, que con razón pretende percibir los frutos de ese trabajo para pagarlo. En otro plano mayor, cualquier sociedad organizada y civilizada, con todo derecho exige el fruto del trabajo de sus gobernantes, y repudia la corrupción y la incompetencia. También aquí están los que quieren quedarse con la viña.
Como sea, todavía es hora de trabajar en la Viña del Señor. Y todos tenemos buenos ejemplos, quizá en nuestros antepasados familiares, o en la historia patria, y sin duda en la historia de la Iglesia. La responsabilidad de los viñadores cristianos tiene un solo nombre: santidad de vida. Y santos y santas no faltan para inspirarnos.
El jueves pasado hemos celebrado a una de ellas: Santa Teresita del Niño Jesús. No pude ese día hablar de ella, y este domingo es la ocasión. Tenemos aún aquí en la iglesia su imagen y sus rosas. Cuando ya estaba en el Carmelo de Lisieux, al que había ingresado con solo 15 años, buscaba su lugar propio en la Iglesia, en la Viña del Señor, con esa pasión que la caracterizaba. El trabajo ya había comenzado por el camino de la humildad, de la negación de sí, y de la pequeñez, el camino de la infancia espiritual. Pequeñez sí, pero un espíritu de grandeza inmenso. Era carmelita, pero dice que aspiraba a todas las vocaciones a la vez: “Siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir. En una palabra, siento la necesidad, el deseo de realizar por ti, Jesús, las más heroicas hazañas…Siento en mi alma el valor de un cruzado…Quisiera morir por la defensa de la Iglesia en un campo de batalla”. De hecho, deseaba ser enviada a un Carmelo en tierra de misión, donde hubiese persecución y pudiese dar la vida por Cristo, y por las almas. Dice: “Quisiera sufrir todos los suplicios infligidos a los mártires…Con santa Inés y santa Cecilia, quisiera presentar mi cuello a la espada, y como Santa Juana de Arco, mi hermana querida, susurrar tu nombre en la hoguera, Jesús…” Pero encontró en una carta de San Pablo la mejor respuesta. “Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto por diferentes miembros no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos ellos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que, si el amor llegaba a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre…Comprendí que el amor encerraba en sí todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y lugares…En una palabra, ¡que el amor es eterno! ...Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia...En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor…Así lo seré todo”.
Este descubrimiento de poder ubicarse en el corazón de la Viña, de la Iglesia, y que su vocación fuese la caridad, el amor a Dios y al prójimo, sin el cual no existiría ninguna vocación concreta, significaba, al mismo tiempo, poner toda su confianza en el Amor mismo de Dios y de su misericordia. Y al final de las páginas de su Historia de un alma, leemos esto: “Un sabio decía: ‘Denme una palanca, un punto de apoyo, y levantaré el mundo’. Lo que Arquímedes no pudo lograr, porque su petición no se dirigía a Dios y porque la hacía desde un punto de vista material, los santos lo lograron en toda su plenitud. El Todopoderoso les dio un punto de apoyo: Él mismo, Él solo. Y una palanca: la oración, que abrasa con fuego de amor. Y así levantaron el mundo. Y así lo siguen levantando los santos que aún militan en la tierra. Y así lo seguirán levantando hasta el fin del mundo los santos que vendrán.”
Deberíamos preguntarnos si queremos estar entre estos santos, porque sólo así daremos frutos en la Viña del Señor. Cuando recibamos en la comunión el Cuerpo y la Sangre de Jesús, pidámosle que nos transforme de tal modo que podamos dar el fruto que Él espera. Y amemos Su Viña, que es la Iglesia, trabajando en ella hasta el fin de nuestra vida, cada uno en su lugar. Ahora es tiempo de siembra y cuidado diario. Después de la Vendimia vendrá el descanso final. Y entonces podremos escuchar con alegría esas palabras: “Ven, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor”.
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