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El denario eterno

  • Mons. Fernando María Cavaller
  • 23 sept 2020
  • 6 Min. de lectura

Sermón correspondiente al Domingo XXV (A) 2020

Este nuevo ritmo de vida al que nos han sometido debería tener como fruto, entre otras cosas, más lectura buena y menos televisión o Netflix. Entre tanta literatura posible, quisiera recordar y recomendar al gran escritor escocés Bruce Marshall, convertido al catolicismo a los 18 años, y muerto a los 88 años en 1987. Como militar participó en las dos guerras mundiales. Sus novelas suelen ser humorísticas, algo satíricas, pero contienen un toque dramático. Aparece siempre el catolicismo, la guerra, el ejército y lo típicamente escocés. Muchas transcurren en la guerra, o en la post-guerra, con heridos de guerra (él perdió una pierna en batalla), o sobre espionaje (él fue capitán del servicio de espionaje, ayudando a la resistencia francesa). Algunas se llevaron al cine, como “Danubio rojo”, o “El ángel vestía de rojo”. En otras novelas el protagonista es un sacerdote, como “El milagro del padre Malaquías”, “El mundo, la carne y el padre Smith”, “Satanás y el Cardenal Campbell”, y “Las vacaciones del padre Hilario”, o sobre la Iglesia y el mundo actual como “El Obispo”, “El Papa”, “Pedro II”, y “Marx I”. Me he acordado de él porque una de sus novelas se inspira en el evangelio de hoy: se titula “A cada uno un denario”. El protagonista es un sacerdote en Paris, desde la primera guerra mundial hasta después de la segunda, que desde su humilde vida cotidiana ve pasar la situación del mundo, y hay un personaje que es comunista y ateo, que finalmente se convierte.


No es infrecuente que conozcamos personas que no creen, o de mala conducta, y juzgar que no parece posible que cambien. Sin embargo, hay conversiones hasta en el lecho de muerte. Pero es casi inevitable pensar que no es lo mismo haber sido fieles toda la vida que desde la mitad, o al final. Esta forma de juzgar viene de un criterio de justicia humana. Es el reclamo que hacen en la parábola de hoy los que terminan recibiendo el mismo denario que los que empezaron a trabajar después.


Sería equivocado interpretar o aplicar esta parábola al mundo laboral, a la desocupación o a los salarios. No trata de una cuestión social. Las parábolas son comparaciones que hace Jesús para hablar del Reino de los cielos, y así lo dice. Aquí el dueño de la viña es Dios. Por eso, es el Dueño de la viña quien busca trabajadores a distintas horas. No se trata de gente que busca trabajo, sino de una oferta de trabajo, y no de cualquier trabajo, sino de “trabajar en la viña del Señor”, es decir, de entrar a la Iglesia. Y entonces hay un “llamado” de Dios para eso, una invitación.


Y ofrece un salario único: el denario es el cielo, la salvación, la vida eterna. A los que llama les dice: “les pagaré lo que sea justo”. Pero es evidente que no se trata de justicia distributiva: “dar a cada uno lo suyo”. Porque el cielo, el “denario divino”, no es algo que nos corresponda en justicia, no es un pago proporcional al trabajo realizado en la vida. Es decir, que tanto el “trabajo” de la parábola como el “salario” hay que interpretarlos según la visión sobrenatural, que Jesús quiere darle. Por eso, al que protesta por haber trabajado desde la mañana el dueño le responde: “¿acaso no habíamos tratado en un denario? Toma lo que es tuyo y vete”. Aquí “lo tuyo” no es en realidad un pago sino un don. Y por eso le dice el dueño: “Quiero dar a este que llega último lo mismo que a ti. ¿O no tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?” Es decir, tanto con los primeros como con los últimos ha excedido lo que es justo: ha sido “bueno”, magnificente, generoso. El cielo es un don sobrenatural, sobreabundante, que no viene exigido por el hombre sino libremente dado por Dios. A los últimos no tiene para darle menos que eso. En el plan de Dios lo único es el cielo, no hay otro pago menor o intermedio, un cielo de segunda clase. Lo que podría haber es directamente la falta del pago, es decir, la condenación.


Por otro lado, es verdad que hay distintos grados de gloria en el cielo: no será el mismo el de la Santísima Virgen que el mío o el tuyo. Pero eso no lo podemos medir humanamente, depende de la capacidad de recibir que cada uno tenga, lo cual tampoco es sólo fruto del esfuerzo sino de la gracia de Dios. La Iglesia también enseña que existe el mérito de las obras que hacemos. Es verdad que debemos cooperar con nuestra libertad a la gracia que Dios quiere darnos, y a la gloria que nos promete. Como decía San Agustín: “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Pero, también dice que “cuando corona nuestros méritos corona sus propios dones”.


Los que protestan en la parábola vienen a representar a los fariseos, que se sentían los únicos herederos de la promesa de salvación, y criticaban a Jesús que andaba con publicanos y pecadores, llamándolos a ingresar en Su Reino. Porque el llamado a trabajar, aunque sea a última hora, era el llamado a la conversión. Más aún, serían llamados los paganos, que ingresarán en la tarde de la historia de salvación, si consideramos como la mañana al Antiguo Testamento. Jesús sale a buscarlos y les ofrece lo mismo que a los más antiguos. Eso hicieron los apóstoles en la Iglesia recién nacida, que se llenó de paganos conversos, y se difundió el cristianismo por todo el mundo.


¿Cuál puede ser la conclusión? Lo nuestro es escuchar el llamado del Dueño de la Viña. Insiste en buscarnos a la hora que sea. Su amor es eterno, quiere darnos el denario. En segundo lugar, una vez escuchado hay que responder. Significa ir a trabajar en la Viña del Señor, que es la Iglesia en este mundo. A nosotros nos ha llamado en este tiempo de la historia, el siglo XXI, y tal como están las cosas. ¿Es la última hora, la tarde-noche de la historia? No lo podemos afirmar con seguridad. Pero lo cierto es que Él espera que trabajemos bien, hasta el fin. Que hagamos lo que nos pida hacer: cuándo, dónde y cómo. Cada uno según el estado que el mismo llamado le sugiere. El padre y la madre de familia allí mismo, y en el trabajo diario, los niños y jóvenes en casa, en sus estudios, o trabajando también, los ancianos ocupando su lugar en la familia, los religiosos y religiosas el suyo, los sacerdotes el suyo, los obispos el suyo, y el Papa también. El joven que escucha el llamado de Jesús a seguirle como sacerdote que responda con generosidad a eso. La chica que escucha el llamado a la vida religiosa, que responda también. Y si el llamado es al matrimonio, que se casen. Un padre de familia que tiene que trabajar para mantenerla no puede anunciar el Evangelio como lo hace un sacerdote, ni el sacerdote debe meterse a resolver cuestiones que son propias de laicos. Una madre de familia no puede pasarse las horas rezando en la iglesia como una religiosa, ni una religiosa ocuparse de todo menos en estar a los pies de Jesús. Cada trabajo en la Viña tiene su finalidad propia.


No estemos descontentos con el lugar que nos tocó, y no comparemos. Nadie tiene que sentirse más o menos que otro por lo que hace en la Viña del Señor. Tampoco hay que lamentarse si se ha respondido al Señor tarde en la vida, y pensar que todo lo anterior fue un desperdicio. San Agustín era pagano, se convirtió y fue bautizado a los 33 años, y llegó a ser el santo más grande de la antigüedad. Newman se convirtió al catolicismo a los 44 y es el Agustín de los tiempos modernos. Chesterton tenía 48 cuando se convirtió al catolicismo. Y la lista sigue para atrás y para adelante. Nunca es tarde.

En este sentido, en la primera lectura de hoy, del profeta Isaías, dice Dios: “los caminos de ustedes no son mis caminos”. La Providencia divina tiene planes que se nos escapan. Y en ese Plan de Dios cada uno tiene un puesto único, que sólo él debe ocupar y para el cual Dios le ha elegido. Newman escribió: “Dios me ha creado para hacerle algún servicio definido. Me ha encomendado alguna obra que no ha encomendado a otro. Tengo mi misión... Dígnate llevar a término en mí Tus elevados propósitos, cualesquiera sean”. Unos serán llamados a cosas grandes y difíciles, otros a cosas más fáciles. En definitiva, cada uno se hará santo de modo diverso. Santa Teresita lo entendió cuando dice que la santidad no consiste en hacer cosas extraordinarias sino en hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias de cada día. Y las cosas ordinarias varían entre una persona y otra, según sus responsabilidades. Además, en la vida puede ser que Dios nos pida trabajos más arduos en algún momento, que no teníamos previstos, o nos llame en la vejez a ocuparnos de cosas difíciles cuando pensábamos descansar. El secreto está en la humildad para responder y luego para actuar. La situación actual parece estar pidiendo un modo más trabajoso de entrega y santidad, y una perseverancia más firme en la fe y esperanza católica, en medio de la incertidumbre reinante.

El Señor nos llama en esta hora, uno a uno. Nos llama personalmente a trabajar en Su Viña, y personalmente nos llamará al final de la jornada. El cielo será el único pago. Y será siempre mayor al imaginado, desproporcionado a nuestro trabajo, fruto del Amor divino. Y recibiremos ese denario divino, con una alegría también inimaginable y desproporcionada, que no es de este mundo.

 
 
 

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