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El banquete de bodas

  • Mons. Fernando María Cavaller
  • 14 oct 2020
  • 6 Min. de lectura

Sermón correspondiente al Domingo XXVIII (A) 2020

Siguen las parábolas de Jesús sobre el Reino de los Cielos. Hoy es la del banquete de bodas del hijo del Rey. El Rey es Dios Padre, el hijo del Rey es el Hijo eterno hecho carne, es decir, Jesucristo. La fiesta de bodas es la unión esponsal de Jesús con la Iglesia. El momento culminante de esa unión, que había comenzado en la Encarnación, sigue en la Cruz: allí Jesús da la vida por Su Iglesia, derrama su sangre para el perdón de los pecados, para que podamos purificarnos con la gracia del perdón que brota de ese sacrificio. Son las Bodas del Amor divino del Esposo, que es correspondido por el amor de Su Iglesia, que somos nosotros. Esa unión esponsal que comienza aquí en la Iglesia terrenal, culmina en el cielo con las Bodas del Cordero, como las llama el libro del Apocalipsis.


La historia que cuenta la parábola, tiene tres actos. La primera invitación que no es correspondida: “se fueron, unos a su campo, otro a su negocio”. Y dice Jesús en la parábola: “El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no eran dignos de él”. Otra vez, como en la parábola de la viña del domingo pasado, se refiere a los fariseos y sumos sacerdotes que rechazan la invitación. Entonces viene el segundo acto. El Rey manda a los mensajeros que “salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren”. Y así fue. Y la sala nupcial se llenó de convidados. Se trata aquí del llamado universal que hace Jesús a todo el mundo. El llamado universal de salvación. Y hay un tercer acto, cuando ya están los invitados adentro. Uno no tiene “el traje de fiesta”. El Rey le pregunta al verlo: “¿Cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?”. Y lo echa.


Si aplicamos estas tres escenas de la parábola a nuestra vida vemos su realismo y actualidad. Hoy sigue invitando el Rey a las bodas de su Hijo, las bodas de Cristo con su Iglesia. El llamado es universal y es el llamado a ser cristianos. Es el llamado a entrar a la Iglesia. No se agota en un llamado universal a ser hermanos, porque para ser hermanos hay que tener un mismo padre, que es Dios Padre, y hay que unirse en un matrimonio místico con su Hijo eterno, que es Jesucristo, y esto puede ocurrir si cada uno recibe el don del Espíritu Santo. Este don comienza con el Bautismo, que es la puerta de entrada a la Iglesia, y ya en el interior nos encontramos con los demás sacramentos, el más grande de todos la Eucaristía, que tiene incluso la forma externa de un banquete.

Pero todo esto debe ser real, no puede sustituirse por una invitación que llega por internet o whatsapp, y ser contestada por ese mismo medio. Hay que ingresar en el lugar físico donde ocurre esta unión esponsal. Por eso, las iglesias no deben estar cerradas. Allí es donde, ordinariamente, se celebran los sacramentos, la fiesta mística que prefigura el banquete celestial del Reino de los Cielos, según la parábola. Perder esta relación física con los sacramentos, es perder la realidad del cristianismo, que comenzó con la Encarnación del Hijo eterno del Padre, que fue un hecho físico y real, no virtual o simbólico. La unión esponsal con Él, tampoco se puede realizar, es decir, hacer real, sin un contacto físico, que es el que tienen los siete sacramentos. La gracia santificante de la unión no se infunde sino a través de medios materiales: el agua en el bautismo, el pan y el vino en la eucaristía, el óleo del crisma en la confirmación y en el orden sagrado, el óleo de los enfermos, las palabras de la absolución y la mano del sacerdote en la confesión que debe ser individual y presencial, y la presencia corporal de los esposos para darse el mutuo consentimiento matrimonial, que es signo de la unión esponsal de Cristo y la Iglesia. Nada de esto se puede vivir por zoom ni a través del celular. Hay que recuperar lo más rápido posible lo que constituye la esencia de la religión cristiana y católica, que no está bajo ninguna autoridad humana de este mundo, sino en manos de la Iglesia fundada sobre los apóstoles. Lamentablemente, hay quienes en la misma Iglesia están aceptando o inventando otra realidad, que ya no es cristiana. Si quieren fundar otra religión que lo digan, porque lo peor es la confusión que trae la sustitución de las palabras, de los ritos, y de las costumbres. Un proceso cada vez más veloz de destrucción doctrinal, litúrgica, y moral.


Para seguir con la parábola, la invitación al banquete, puede ser rechazada. Incluso por los que ya entraron por la puerta. Entran, pero se quedan en el umbral, o se van. Siguen dando prioridad a sus negocios e intereses personales. No se convierten realmente, no entran de veras. Y no se trata de la pandemia. Ya no iban antes a Misa del domingo; como dice la parábola, “se fueron, uno a su campo, otro a su negocio”. Las excusas no son sino muestras de desamor, de desinterés. “Ahora no puedo”, “estoy apurado”, “iré más tarde”, “tengo otras cosas que hacer”. Siempre es lo mismo. La dilación es la gran trampa del diablo. Porque mientras tanto él prepara otras fiestas. Por supuesto, Jesús sigue invitando. El Señor nos abre la puerta de Su Casa. ¿Qué más puede hacer? A la fuerza no nos quiere: nos invita. La Fiesta, que es el Cielo, es una invitación. Una invitación hecha por Amor que se contesta con amor.

La verdad es que esta fiesta del Cielo parece haberse alejado de muchas mentes y corazones. Van quedando solo las expectativas de una posible fiesta terrenal. Por otro lado, también es verdad que todo se ha paralizado terrenalmente, y la angustia y confusión ha aumentado, creciendo la incertidumbre sobre el futuro. Pero entonces, la ocasión pide una mirada de fe, que recupere la esperanza a la Jesús nos invita con la parábola. Sin la Fiesta que organiza el Padre y en la que está realmente presente Jesús en Persona, nos quedamos sin Esposo, sin Boda real. Incluso una gran fiesta post-pandemia, no podría saciar los corazones humanos, que están hechos para Dios.

El olvido o el rechazo a esta perspectiva sobrenatural de la eternidad en Dios, es la causa mayor del olvido acerca de la gracia que nos hace santos, es decir, la que nos permite ya estar en la Iglesia y prepararnos al banquete eterno de las Bodas de Cristo. Por eso, habrá quienes se extrañen del final de la parábola, cuando el Rey encuentra adentro a alguien “sin el traje de fiesta”. Aunque van quedando pocas reuniones sociales que exigen cierta vestimenta, e incluso en las iglesias hay quienes entran vestidos de cualquier manera, la parábola se refiere en un lenguaje figurado a la vestidura interior de la “gracia”, de “estar en gracia”. Cuando el Rey interpela al que no tiene el traje de fiesta, el hombre “permanece en silencio”, es decir, que ni siquiera se disculpa. Y entonces, el Rey no le dice “bueno, quedate nomás, y servite lo que quieras”. Para comulgar hay que estar en gracia de Dios, lo cual indica que será el estado necesario para participar del banquete Celestial de Cristo. Y Él mismo nos ha dejado en la Iglesia el sacramento que nos permite vivir en gracia de Dios, y recuperarla si la hemos perdido. ¿También le vamos a echar la culpa al aislamiento de la pandemia el no buscar el modo de acercarnos al sacerdote para confesarnos? Ya existía antes la falta de colas en los confesonarios. Por otro lado, muchos se han acercado a las iglesias que están abiertas, y sin tener que pedir turno, como en el banco. La llamada “apertura” que se practica en el orden comercial, debería haber comenzado con mucho más vigor en el orden religioso.

Hoy tenemos que escuchar más que nunca esta invitación a la Fiesta de Bodas de Cristo y la Iglesia, en su dimensión terrenal y celestial, temporal y eterna. Y la situación que vivimos, pide más que nunca, la fe en la Providencia divina. Ni el virus, ni la reacción del mundo, acertada o equivocada, ni la respuesta eclesial suficiente o insuficiente, están fuera de la mirada atenta de Jesucristo. El viernes hemos celebrado en esta iglesia la memoria de San John Henry Newman, un gran maestro de la Providencia divina. Repito aquí dos frases suyas. La primera es un consejo personal: No dudes que una buena Providencia hará que tu camino sea lo más claro posible a medida que avances, aunque no seas capaz de ver muchos pasos más allá de ti. (carta de 1871). La segunda es un consejo eclesial: Lo que es comúnmente una gran sorpresa cuando se lo ve, es el modo particular por el cual la Providencia rescata y salva a su herencia elegida…Generalmente, la Iglesia no tiene nada más que hacer que continuar en sus propios deberes, con confianza y en paz, mantenerse tranquila y ver la salvación de Dios. (discurso al recibir el capelo cardenalicio, 1879).


Entonces, lo que nos toca a los que hemos respondido a la invitación del Señor, y hemos entrado a Su Iglesia, es seguir siendo fieles en lo esencial, y hacer que los demás lo sean, mientras fijamos los ojos en Él y confiamos en su Providencia. En realidad, aunque muchos no acudan a la Fiesta y otros traten de boicotearla, nunca será suspendida, ni sustituida por otra. Estemos atentos y contentos, y con el traje de fiesta siempre puesto.

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