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Amar es lo que hay que hacer

  • Mons. Fernando María Cavaller
  • 30 oct 2020
  • 6 Min. de lectura

Sermón correspondiente al Domingo XXX(A) 2020

Había dos partidos principales en Israel en la época de Jesús: los fariseos y los saduceos. Dice hoy el evangelio que Jesús había hecho enmudecer a los saduceos porque negaban la resurrección. Entonces los fariseos, que sí creían en la resurrección, avanzan con otra pregunta para ponerlo a prueba. Era algo que estaba en las discusiones del medio ambiente rabínico. La religión era una carga insoportable: distinguían 613 preceptos: 248 positivos y 365 negativos. La pregunta era cuál de estos preceptos era el primero. La respuesta que da Jesús está hecha según la oración que tenían que recitar los varones israelitas dos veces al día: “Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. (Dt 6,5) Jesús dice: “este es el mayor y primer mandamiento”. Es decir, el lugar absoluto lo ocupa el amor a Dios. Era precisamente lo que estaba ahogado por la práctica de los 613 preceptos.


Luego Jesús agrega otro mandamiento sin que el fariseo se lo haya preguntado: el amor al prójimo. Y lo hace citando el libro del Levítico (19,18): “como a ti mismo”. También esto había sido devaluado por los preceptos. Pero además el prójimo para un judío era sólo otro judío. Jesús lo propone en función del primer mandamiento, del amor a Dios, y por eso el amor al prójimo es universal.


La “semejanza” entre ambos mandamientos es la “caridad”, que va al prójimo por amor a Dios. Más aún, se ama al prójimo con el amor que viene de Dios. Por eso, Jesús dice, en otro pasaje: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 13,34). Y tampoco se puede amar a Dios sin amar al prójimo. Como dice San Juan: "Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve." (1 Jn 4,20)


La Ley del Nuevo Testamento es la “caridad”, la ley del Espíritu Santo. “Caritas” en latín, o “Agape” en griego, se refiere en primer lugar al Amor en Dios. Dios es Caridad. Dios es Amor (1 Jn 4,8), es la expresión teológica de San Juan. Hay que releer la encíclica Deus caritas est de Benedicto XVI. Entonces, en el primer mandamiento, Dios no hace otra cosa que hablar de Sí mismo, se auto-revela. Y eso es lo que nos manda aceptar, que Él es Amor, el Amor en la Santísima Trinidad, el Amor entre el Padre y el Hijo del cual procede el Espíritu Santo. Y se transforma en mandamiento para nosotros, porque si hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, quiere decir que estamos creados para amar, a Dios y al prójimo en Dios. Y si no lo hacemos nos arruinamos inexorablemente. Seremos menos que un animal, una planta, o una piedra.


Del amor a Dios deriva la reverencia al Nombre de Dios, y el culto a Dios. Son los tres primeros mandamientos. Los pecados que contradicen estos mandamientos son: la duda voluntaria, la incredulidad, la herejía, la apostasía, el cisma, la desesperación (de salvarse), la presunción (nos salvamos todos como sea), la indiferencia, la tibieza, la acedia o pereza espiritual, el odio a Dios, la superstición, la magia y la adivinación, el espiritismo, la idolatría (divinizar lo que no es Dios), el sacrilegio, la simonía (compra o venta de cosas espirituales), el ateísmo.


Contra el mandamiento de amar al prójimo están los actos que contradicen los mandamientos 4º al 10º: “honrar al padre y a la madre”, “no matar”, “no cometer adulterio”, “no robar”, “no mentir”, “no desear la mujer de tu prójimo”, “no desear los bienes ajenos”. Son todos los pecados que tienen que ver con el matrimonio y la familia, la vida, los bienes materiales, la primacía de la verdad, el orden social, etc.


Porque una vez que Dios ya no es el primer objeto de amor, se desfiguran todos los demás amores, matrimoniales, paternales, maternales, filiales, fraternales y el mismo amor de amistad. Sin Dios, el ser humano tiende a amarse a sí mismo desordenadamente. El egoísmo no es verdadero amor, sino todo lo contrario, es vacío, tiende a la nada, es autodestructivo. Lo que hoy nos vuelve a enseñar Jesús es la Ley de Dios, que es Eterna. No cambia según las épocas o las circunstancias. Y es la única que puede llevarnos a la felicidad. La oposición entre ley y libertad es falsa. La inventó el demonio en la primera tentación del paraíso. Y la historia entera del hombre caído desde aquel pecado original lo muestra claramente. Porque ese pecado fue exactamente contra el primer mandamiento. Una y otra vez renace, incluso en forma de reclamos, como el “amor libre” de la revolución sexual del 68’, que, oh casualidad, iba de la mano del marxismo ateo. Ha habido una revolución del lenguaje mismo, que ha distorsionado el significado original bíblico de la palabra “amor”, tal cual aparece hoy en labios de Jesús. Y hoy seguimos escuchando que esa palabra se aplica, por ejemplo, a relaciones desordenadas como las que se dan entre personas del mismo sexo, y que, por mucho que se insista, y los medios lo promuevan, la Iglesia no puede aprobar, porque la misma Sagrada Escritura, es decir, la Palabra de Dios, así lo enseña, y la Tradición viva de la Iglesia lo ha confirmado siempre.


En esto, como en todo, la oposición entre Ley de Dios y libertad es falsa, y el camino que se abre (la apertura, como suelen decir), no puede llevar a la felicidad. Estamos también aquí, como dije el domingo pasado, frente a un creciente culto al Hombre, a la Humanidad, sin Dios, que es el verdadero Amor increado, y sin la Ley de Dios, que nos indica el camino para vivir en plenitud participando de ese Amor divino. A ese nuevo culto va correspondiendo a toda velocidad una cultura relativista, cada vez más descristianizada en sus costumbres, que ha terminado por inventar otras leyes, distorsionando, precisamente, lo que significa la palabra “amor”. Muchos no se dan cuenta de este proceso de desintegración, que el mundo presenta como un progreso, y terminan pensando y hablando ese lenguaje distorsionado. De este modo, muchos, especialmente jóvenes, están siendo empujados a vivir cada vez más lejos del amor a Dios y del verdadero amor al prójimo. Y otros, no tan jóvenes, deciden cambiar su modo de pensar y hablar, para no parecer anticuados.


Quizá, en muchos casos, la razón del error es pensar que el cristianismo es un moralismo, que sólo indica lo que está bien y lo que está mal, olvidando el fundamento de esa moral, que es religioso. Se trata de la Ley de Dios, que comienza por decirnos que lo amemos sobre todas las cosas. Sin duda nos dice lo que debemos “hacer”, y las acciones o actos humanos son lo que llamamos “moral”. Pero es una moral basada en el amor a Dios, lo cual necesariamente supone la fe en Dios, y la esperanza en que Dios nos ayude. Por eso, el Catecismo de la Iglesia Católica (que nunca hay que dejar estudiar y consultar), tiene una primera parte que trata de lo que “hay que creer”, y explica el Credo; luego una segunda parte que trata de lo que “hay que recibir”, y explica los siete sacramentos de la Iglesia, que nos dan la gracia; y recién después viene la tercera parte que trata de lo que “hay que hacer”, de la moral cristiana, de los actos propios de los cristianos, el primero de los cuales es el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Y el título de esta tercera parte es “La vida en Cristo”. Porque, como Él mismo dijo: “Sin Mí nada podéis hacer” (Jn 15,5). Porque la Ley del Amor divino, con todas sus derivaciones, no la podemos cumplir espontáneamente, heridos como estamos por el pecado original, y porque se trata de un amor sobrenatural, del amor de Caridad, del Amor que es Dios mismo. Por tanto, primero hay que volver a Dios por la fe en Él, y recibir la gracia de Cristo para poder vivir así. No hay que quedar enredados en discusiones puramente morales con nadie, sin presentar primero a Dios, sin el cual ningún precepto puede pretender universalidad ni obligatoriedad. El relativismo moral viene como consecuencia del relativismo religioso.


De todos modos, nunca es tarde para despertarse y para despertar a otros del sueño engañoso de la autonomía, de ser ley para uno mismo, y enseñar, de palabra y obra, el verdadero camino de felicidad para el que Dios nos ha creado y redimido en Cristo Jesús.

 
 
 

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