DOMINGO DE RAMOS 2020
- Mons. Fernando María Cavaller
- 6 abr 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 9 jun 2020
Hoy comienza la Semana Santa. Una Semana Santa absolutamente inédita, jamás vivida, no sólo por nuestros mayores, sino por todos nuestros antepasados. Como todo esto que sucede en el mundo es ni más ni menos que un Aviso Divino, dado en Cuaresma, que urge una respuesta pronta de nuestra parte, también lo es esta Semana Santa. Exige considerar lo sobrenatural, es decir, lo que viene de Dios y que se ha manifestado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.
Dejemos de consultar diariamente las estadísticas de contagiados y muertos por la pandemia, y de mirar noticieros. Lo que toca desde el Domingo de Ramos hasta el Domingo de Pascua es mirar a Cristo, releer y meditar la Gran Noticia, siempre Nueva porque es Eterna.
Demos prioridad a la salud del alma, también eterna, dejándonos curar por el Médico Celestial de los contagios que hemos recibido de un mundo cada vez más alejado de Dios, pero también de muchos cristianos, en todos los niveles de la Iglesia, que se han venido contagiando del mundo enfermo en los últimos tiempos. Estaban llamados por Cristo mismo a curar el mundo, pero prefirieron usar medicinas y tratamientos ajenos a la fe y a la moral cristiana, y adaptar incluso la gran medicina del culto divino al gusto del enfermo. Todo esto se ha desplomado de golpe, y sean cuales sean los instrumentos humanos, la Providencia ha permitido que comencemos esta Semana Santa sin celebraciones públicas. Mirarlas por internet es un “remedio virtual”, no real. La tecnología, que ahora mismo estoy usando, no puede sustituir la realidad. No se puede confesar, ni dar la comunión, ni bautizar, ni ungir un moribundo por whatsapp. La fe cristiana está fundada en hechos reales, como la pasión y la resurrección de Cristo, y la Iglesia los comunica a través de los sacramentos, que son realidades visibles y eficaces que infunden la gracia.
De todos modos, habrá que agradecer, entre otras cosas, que esta Semana Santa no será, como viene siendo para la mayoría, la semana del turismo, la desacralización más grande del mundo actual. El aislamiento y la inmovilidad, sumado al silencio exterior, es un ámbito que Dios mismo nos provee. Ha parado el mundo y nuestro activismo enfermizo. Tampoco funciona la tentación de irse a pasear. Démosle gracias. Entremos hoy en esta Semana Santa con espíritu penitente en el seguimiento de Jesús.

Recordemos en la memoria de fe cómo hemos comenzado la celebración del Domingo de Ramos en el atrio de la iglesia, con la liturgia de la bendición de los ramos y la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Este será un Domingo sin Ramos, pero no sin nosotros. Según el relato del evangelio que se lee en la puerta de la iglesia, aquellas gentes recibieron a Jesús y acompañaron su entrada aclamando “Bendito el que viene en nombre del Señor”, y alfombrando el suelo con las palmas y olivos al paso de Jesús. Pongamos así nuestras propias personas a los pies del Señor y recibámosle con la misma aclamación. La ausencia del ramito de olivo será un ayuno más elocuente que haberlo llevado a casa. Lo será hasta la próxima Semana Santa.
En segundo lugar, meditemos adonde entra Jesús y para qué. Entra en Jerusalén, la Ciudad Santa, para morir allí por nuestra salvación. Por eso en la Misa de hoy ya se lee el relato de la Pasión, este año la del Evangelio de San Mateo. En la misa, como recordarán, se proclama con tres lectores: el sacerdote dice las palabras mismas de Jesús, un ministro hace de relator y otro lee las intervenciones de los distintos personajes que aparecen en la pasión. El realismo del relato es notable, y debemos contemplar a Jesús, pero también a todos esos personajes que le rodean, porque nos representan. Leámoslo en familia, con un crucifijo delante. Jesús entra voluntaria y libremente al sacrificio de redención universal.
Se trata, por tanto, de entrar con Jesús a Jerusalén y quedarse allí. Que nuestro corazón no se vaya de allí hasta el Domingo de Pascua. Los peregrinos de la época de Jesús que entraban allí todos los años, se quedaban toda la semana para conmemorar la Pascua judía: el paso de Israel por el Mar Rojo, la salida de Egipto y la llegada a la Tierra Prometida. Pero todo aquello había sido sólo figura de la Pascua de Jesús: el paso de la muerte a la resurrección. Con más razón entonces, nosotros tenemos que seguirlo a Él paso a paso, y estar con Él toda la Semana. Es un tiempo continuo, que debemos vivirlo con Jesús en tiempo real. María también entró en Jerusalén para estar junto a su Hijo.
Este “parate” no buscado ayuda a todos a darnos cuenta que no son días de diversión sino de conversión, que no son días de dispersión sino de concentración, que no son días de distracción y entretenimiento sino de oración y meditación, que no son días de barullo sino de silencio, que no son días de placer sino de penitencia. Son días para contemplar a Cristo crucificado por los pecados del mundo, y contemplar al mundo del pecado, como Él lo vio desde lo alto de la Cruz. Y eso comienza hoy mismo, al leer o escuchar el relato de la Pasión, no como meros espectadores, sino como actores de ese drama.
Vivamos con realismo creyente la Semana Santa que hoy comienza. La crisis de hoy sigue siendo una crisis de fe. La pandemia no es sólo una crisis de salud, ni tampoco el inicio de una crisis económica, política o cultura. Se habla de un antes y un después. Pero hay algo que estaba antes, está ahora, y estará después, que no es algo sino Alguien, es Jesucristo, Único Salvador Universal. Es la oportunidad para mirarlo a Él, más que nunca, y terminar con esa religiosidad del mínimo indispensable. Este año, más que nunca, la Semana Santa es el gran retiro espiritual para toda la Iglesia. Oremos para que lo sea para todo el mundo, y se convierta.
Cortesía de Mons. Fernando María Cavaller. Permitida su reproducción citando autor y a La Cumbrera.
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