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Creo por los pecados de la Iglesia

  • Bruno M
  • 7 feb 2020
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 9 jun 2020


Cuando se habla de la fe, siempre se encuentra uno con alguien que cuenta una mala experiencia con los religiosos o las monjas de su colegio o que habla de la inquisición, de las cruzadas o de lo que hizo el cura de su parroquia hace veinte años. Es decir, se suelen percibir como un gran obstáculo para la fe los pecados de la Iglesia o, mejor dicho, los pecados de los miembros de la Iglesia.

Por supuesto, muchísimas veces lo que se atribuye a la Iglesia son falsedades o leyendas negras, inventadas por ignorancia o por malicia. Aun así, si eliminásemos todos los infundios, calumnias, falsedades históricas, tergiversaciones y leyendas negras (y probablemente se tardarían varias vidas humanas en hacerlo), aún nos quedarían innumerables pecados cometidos por los cristianos a lo largo de los siglos.

Estos pecados los han cometido y los cometen cristianos de todo tipo y condición: laicos, sacerdotes, religiosos, obispos o papas. Cuando se habla de estos temas, los españoles solemos pensar enseguida en Alejandro VI, el papa Borgia nacido en Játiva, un claro exponente de Vicario de Cristo que, aunque era ortodoxo en cuanto a la doctrina, tuvo una vida personal totalmente desastrosa, mezclando intrigas políticas, el nepotismo y una conducta licenciosa de la que daban fe sus cinco hijos (para ser justos, también podemos estar orgullosos de un papa español santo, San Dámaso).

Muchos afirman que estas cosas les impiden creer en Dios o en la Iglesia y, por eso mismo, a veces se intenta negar o esconder estos pecados. La verdad es que a mí me sucede lo contrario. Por supuesto, no apruebo en lo más mínimo los pecados de nadie, pero el hecho de ver esos pecados es, para mí, un signo más de fe que me ayuda a creer.

Por voluntad de Dios, la Iglesia está abierta a los pecadores. No he venido a salvar a los justos, sino a los pecadores. Soy plenamente consciente de que, si la Iglesia no fuera para los pecadores, no me dejarían estar en ella. De hecho, no se le permitiría la entrada en ella a ningún ser humano, porque hasta el justo peca siete veces cada día. Por eso los cristianos empezamos siempre nuestras celebraciones admitiendo públicamente nuestros pecados y faltas, ante Dios, ante nuestros hermanos y ante nuestra Madre Iglesia que nos comprende perfectamente.

Los mismos santos han sido pecadores antes de convertirse. Incluso después de su conversión, Dios los ha ido perfeccionando poco a poco (que es la única forma verdaderamente humana de crecer, por eso la utiliza Dios). La experiencia que ellos mismos cuentan es de verse como pecadores de los que Dios ha tenido misericordia, sacándolos de sus pecados y de la muerte en la que se encontraban.

Para mí, todo esto es un signo clarísimo de que es Dios quien ha construido la Iglesia. La construcción puramente humana de una iglesia perfecta se ha intentado multitud de veces en dos mil años de cristianismo. Todo tipo de grupos heréticos como cátaros, tertulianistas, montanistas, puritanos, etc. intentaron crear una iglesia “sólo para los buenos”, en la que no cupieran los pecadores. Esta exigencia de coherencia constituye una pretensión muy lógica, pero meramente humana. Todas esas sectas intentaban construir una iglesia santa “a fuerza de puños”, por el esfuerzo humano e, inevitablemente, terminaban por fracasar.

La Iglesia fundada por Jesucristo es otra cosa, su santidad viene de Dios. Precisamente porque su santidad tiene un origen divino, no se ve anulada por los pecados de sus miembros. Al ser Dios el que garantiza los sacramentos, un sacerdote indigno, apóstata e inmoral puede perdonar los pecados igual que el Santo Cura de Ars. De la misma forma, es el Espíritu Santo el que guía la doctrina de la Iglesia, tanto en la fe como en la moral, a pesar de las carencias, infidelidades e ignorancias de sus miembros.

En definitiva, aun siendo conscientes de los pecados de los cristianos, gracias a que la santidad de Dios es inagotable y se derrama continuamente sobre su pueblo, podemos proclamar en el Credo nuestra fe en la Iglesia que es una, santa y apostólica.

Este misterio divino de la Iglesia santa con miembros pecadores tiene su origen en un misterio aún más profundo: Dios respeta nuestra libertad, hasta el punto de dejarnos hacer lo contrario a su Voluntad. Esto es algo inconcebible. El dueño del universo, que a cada estrella la llama por su nombre, que ha creado todo y tiene la tierra como escabel de sus pies, permite que unas insignificantes criaturas se rebelen contra él. La razón humana se confiesa incapaz de abarcar este prodigio y, de nuevo, distintas herejías, como el calvinismo, han negado esta verdad, demasiado divina para el que intenta dominarlo todo por la razón.

Pero no se terminan ahí los prodigios, sino que, más increíblemente aún, cuando pecamos, Dios no nos trata como a niños malcriados que no son responsables de lo que hacen y a los que es mejor ignorar, sino que nos toma en serio. Tan en serio que, en vez de dejarnos a nuestra suerte o hacernos desaparecer de un plumazo de la faz de la tierra, nos ha enviado a su Hijo, que tomó sobre sí nuestro pecados y entregó su vida para borrar esos pecados en la cruz. La cruz es el signo más claro de que Dios se toma en serio nuestra libertad. Por rescatar al esclavo, ha sacrificado al hijo.

Todo esto está tan alejado de lo que podríamos esperar racionalmente y a la vez es tan maravilloso, que nadie puede inventarse algo así. Tiene que ser, por fuerza, la manifestación de una libertad y una misericordia divinas y no humanas, que sobrepasan nuestro entendimiento y nuestras expectativas.

Cuando oigo hablar de los pecados de los cristianos o cuando soy testigo de esos pecados, no puedo evitar pensar en el milagro de una Iglesia Santa que acoge a los pecadores sin perder su santidad, de un Dios omnipotente que respeta nuestra libertad y del Hijo eterno que ha derramado su sangre por esos pecados, amándonos hasta el extremo.

Trabajando con la peor materia prima del universo, nuestros pecados, Dios ha conseguido hacer maravillas sin igual. Sólo Él podía hacer algo así.

Artículo publicado originalmente en el blog Espada de doble filo

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