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La educación está en el corazón de la misión de la Iglesia

  • Cardenal R. Sarah
  • 29 ene 2020
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 9 jun 2020


Uno de los grandes problemas de nuestro tiempo, que no es nuevo, pero que se percibe hoy con agudeza excepcional, es que cada hombre tiene una necesidad insondable de ser comprendido, una necesidad inagotable de ser amado. Nadie puede vivir sin amar y sin el deseo visceral de ser amado. La familia es la primera célula que puede proporcionar esta fantástica carga emocional, sin la cual los hombres que padecen «la enfermedad de nuestro tiempo» están asfixiados. Pero esto supone que la familia siga subsistiendo. Hoy en día, por desgracia, está desestructurada, demolida, desmantelada. Con frecuencia, en nuestros días, pide ser reemplazada por la escuela. En cualquier caso, la influencia educativa de los padres necesita ser complementada, prolongada y amplificada por la de los maestros. Sería mejor hablar de maestros y profesores, porque su misión no es solo enseñar. Los maestros y los profesores tienen la tarea de educar. Y educar, según la etimología del verbo latino «e ducere» significa: elevar, levantar, afinar.

Hoy, debido a un fraude lingüístico, la palabra «educación» se refiere especialmente a la instrucción, a la enseñanza. Las inversiones en educación incluyen ayudas audiovisuales, ordenadores y otras «máquinas para enseñar». Pero los educadores no tienen solo una función de comunicación o de trasmisión de la ciencia. Martin Heidegger los llamó los «pastores del ser». En realidad, son «delegados de los valores permanentes». Sin embargo, la escuela y la universidad atraviesan una crisis muy profunda, la de una sociedad laicista, secularizada, sin Dios, una sociedad civil que, como dice el Papa Benedicto XVI, es «arreligiosa y no tolera ya ninguna referencia a Dios en su constitución, una sociedad que ha elegido un ateísmo radical que combate virulentamente los valores de la cultura judeocristiana». El enseñante se esfuerza por ignorar las cuestiones fundamentales de los hombres, ya que el secularismo ha generado un ambiente de neutralidad e indiferencia hacia Dios, la religión y la moral. Hoy, muchos de los alumnos de colegios e institutos son desorientados por su propia escuela. En medio de la confusión de ideas, de ideologías, del desorden de información e impresiones que los asaltan por todos lados, ¿cómo pueden lograr cierta unidad y cierta estructura humana sólida en ellos? ¿Cómo hacer que sus capacidades humanas se solidaricen entre sí? Por eso, critican todo, rechazan todo. Muchos jóvenes rechazan toda herencia y todo modelo. Cuestionan la autoridad de una moral que les da la impresión de no ser su contemporánea. Toda autoridad la consideran represiva. En general, el Occidente posmoderno, antiguamente cristiano, ha optado por el abandono sistemático de la herencia moral del cristianismo y de sus raíces cristianas.

La educación y las estructuras escolares están impregnadas de esta atmósfera atea o de indiferencia hacia las cuestiones religiosas o morales y de rechazo de la Trascendencia, del Absoluto y de Dios. En este marco laicista la universidad es la responsable de preparar a los funcionarios, científicos, médicos, administradores, periodistas del mundo de mañana. Tiene como misión formar a los hombres que ocuparán los puestos clave de la sociedad. Sin embargo, cuando vemos el clima que reina actualmente en la mayoría de estudiantes, un clima infectado por la ideología de género, la ideología prometeica del transhumanismo, con la pretensión del hombre de ocupar el lugar de Dios, debemos ser capaces de medir la gravedad de la crisis.

Pero si la escuela está experimentando tal crisis de credibilidad hoy, es, en parte, porque la juventud ahora tiene una «escuela paralela» a su disposición, que ejerce sobre ella una influencia a menudo más viva y más fuerte. La pluralidad de fuentes de información que siempre han solicitado los jóvenes, ahora es prodigiosa: por ejemplo, la televisión, que presenta debates literarios o científicos, películas, historias de viajes, etc. La gran escuela de los medios de comunicación es un competidor serio y poderoso para la institución escolar. Ésta última, especialmente la educación secundaria y superior, padece una enfermedad grave, y la buena voluntad de muchos no es suficiente por el momento para remediarla.

Pensemos en un acuario con peces. Regularmente se les da comida fresca. Pero el agua del acuario está sucia y es poco saludable. A medida que entra en el cuerpo de los peces, estos, a pesar de la buena comida que se les da regularmente, se envenenan poco a poco y mueren. Algo parecido ocurre en las escuelas y en las universidades. Aunque puede haber estudiantes bien dispuestos y maestros dedicados, hay sustancias en la atmósfera que son tóxicas para la salud del juicio de los estudiantes. En este contexto de secularización muy avanzada e incluso completa que acabamos de describir es donde se sitúan la Iglesia y su proclamación del Evangelio en el marco de la educación católica.

A lo largo del siglo XX, el Magisterio de la Iglesia, en varias ocasiones, se pronunció a favor de la educación católica en las escuelas. Y esto no solo por los repetidos ataques que sufrió en los siglos anteriores, sino especialmente porque los Romanos Pontífices vieron claramente que la tendencia hacia un control absoluto de la educación por parte de los estados podría convertirse en una herramienta ideológica que sería una amenaza para la libertad de la Iglesia y de la sociedad. Así, en 1929, en pleno auge del totalitarismo en Europa, el Papa Pío XI afronta la cuestión en términos que podrían responder perfectamente a los desafíos actuales. En primer lugar, señala que la educación es necesariamente obra del hombre en la sociedad, no del hombre aislado. Hay tres sociedades necesarias, establecidas por Dios, a la vez distintas y armoniosamente unidas entre sí, en el seno de las cuales el hombre nace. Dos sociedades son de orden natural: la familia y la sociedad civil. La tercera, la Iglesia, es de orden sobrenatural (Pío XI, Divini illius Magistri, n. 8).

Las tres sociedades se coordinan jurídicamente en función de sus propios fines. Primero, la familia, instituida inmediatamente por Dios, para la procreación y educación de los niños. Por esta razón, tiene una prioridad de naturaleza y, en consecuencia, una prioridad de derechos con respecto a la sociedad civil. Sin embargo, la familia es una sociedad imperfecta porque no tiene en sí misma todos los medios necesarios para alcanzar su propia perfección, mientras que la sociedad civil tiene, en sí misma, todos los medios necesarios para su propio fin, que es el bien común temporal. Tiene, por lo tanto, en este aspecto, es decir, en relación con el bien común temporal, la preeminencia sobre la familia, que encuentra precisamente en la sociedad civil la perfección temporal que le conviene. La tercera sociedad es la Iglesia. Es una sociedad de orden sobrenatural y universal, una sociedad perfecta porque tiene en sí misma todos los medios necesarios para su fin, que es la salvación eterna de los hombres. Tiene, por tanto, la supremacía en su orden.

Pío XI afirma que la Iglesia lleva a cabo su misión educativa en todos los campos y defiende firmemente que «es derecho inalienable de la Iglesia, y al mismo tiempo deber suyo inexcusable, vigilar la educación completa de sus hijos, los fieles, en cualquier institución, pública o privada, no solamente en lo referente a la enseñanza religiosa allí dada, sino también en lo relativo a cualquier otra disciplina y plan de estudio, por la conexión que estos pueden tener con la religión y la moral» (Divini illius Magistri, n. 18).

Siguiendo la enseñanza magisterial de Pío XI, el Concilio Vaticano II recordó en términos solemnes que la educación de «todos los hombres y de todo el hombre» está en el corazón de la misión de la Iglesia: «Debiendo la Santa Madre Iglesia atender toda la vida del hombre, incluso la material en cuanto está unida con la vocación celeste para cumplir el mandamiento recibido de su divino Fundador, a saber, el anunciar a todos los hombres el misterio de la salvación e instaurar todas las cosas en Cristo, le toca también una parte en el progreso y en la extensión de la educación» (Proemio de la Declaración Gravissimum Educationis, sobre la educación cristiana). Y en el n. 3 de esta misma Declaración, el Concilio reitera que la familia es la primera responsable de la educación de los hijos: «Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, están gravemente obligados a la educación de la prole y, por tanto, ellos son los primeros y principales educadores. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, obligación de los padres formar un ambiente familiar animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales, de las que todas las sociedades necesitan» (Gravissimum educationis, n. 3).

La educación está intrínsecamente ligada a la evangelización. Un anuncio del Evangelio que descuidara la dimensión humana no sería fiel a la lógica del Verbo encarnado. La Iglesia siempre ha querido que aquellos a quienes bautizó sean acompañados en su crecimiento humano. El culto y la cultura están íntimamente vinculados porque honrar a Dios requiere e implica cuidar a los hombres. Lo que se juega en la educación es, por lo tanto, uno de los nudos de la vida cristiana: el encuentro entre la gracia divina y la naturaleza humana. «La gracia no destruye la naturaleza, sino que la cura y la eleva» (santo Tomás de Aquino).

La Iglesia Mater y Magistra, por lo tanto, debe ser fiel al «principio calcedonense» para pensar en las dos naturalezas de Cristo, la humana y la divina: «unión sin confusión ni separación». Esta es la clave para una actitud educativa justa para toda persona bautizada. Esto requiere ser capaz de hacer un discernimiento crítico sobre los espíritus que se mueven en nuestro tiempo. Ustedes lo saben, todos no son de Dios. Por lo tanto, es conveniente que cualquier educador y cualquier padre formen su inteligencia y conciencia moral para poder cumplir su misión en el contexto de nuestro mundo posmoderno. Uno de los obstáculos más preocupantes hoy en día es la confusión sobre la identidad sexual de la persona humana y el desenfoque de la diferencia y la complementariedad entre el hombre y la mujer. Esta crisis antropológica es el resultado de una crisis de transmisión, pero también es la causa de un gran desastre en el campo educativo. Es necesario detenerse un poco en ello, ya que socava el vínculo conyugal, base de la familia y primer lugar de educación.

Texto extraído de la Conferencia del Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en la presentación del Congreso de Católicos y Vida Pública.

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