Madre y Niño
- Venerable Fulton J. Sheen
- 19 dic 2019
- 10 Min. de lectura
Actualizado: 8 jun 2020
La Navidad es la estación en que los ojos y los corazones son movidos a la memoria y amor del Niño que nació en una cueva bajo el piso del mundo. El Niño cuyo nacimiento conmovió al mundo en sus mismos cimientos. Es la hora del estupendo misterio de la Omnipotencia envuelta en pañales y yaciendo en un pesebre. La Divinidad se encuentra siempre donde el mundo menos la espera encontrar. Nadie en el mundo hubiera pensado jamás que Aquel que arrojó la bola candente del sol a rodar en los cielos, un día tendría que ser calentado por el aliento de un buey. Nadie en el mundo habría sospechado jamás, que las manos que pudieron lanzar planetas y mundos al espacio, un día serían más pequeñas que las manos inmensas del ganado. Nadie en el mundo habría pensado, que Aquel que para Sí mismo podía hacer doseles de estrellas, un día se vería cubierto por el techo de un establo. Y, sin embargo, estos son los modos de Dios. Con el fin de confundir el poder del mundo Él viene a la debilidad de un niño, y con el fin de reducir su orgullo a la nada, Él toma por lecho suyo unas pajas. Él adoptó al mundo como su hogar, y luego, en el primer día de Navidad, decidió venir a él, pero el mundo no le recibió, y así la historia de Navidad es la historia de Dios que estuvo sin hogar en su Hogar.
Pero mientras nosotros rendimos este acto primario de adoración al Dios que trajo los cielos a la tierra, existe el peligro de que alguno de nosotros podamos olvidar cómo vino el Niño al mundo: en efecto, ciertas formas modernas de cristianismo hablan del Niño, pero nunca dicen una palabra de la Madre del Niño. El Niño de Belén no cayó de los cielos a un lecho de paja, sino que vino a este mundo por entre los grandes portales de la carne. Los hijos son inseparables de las madres, y las madres inseparables de los hijos. De igual modo que tú no puedes ir a una estatua de una madre sosteniendo un niño y cortar la madre, dejando al niño suspendido en el aire, tampoco puedes cortar la Madre del Niño de Belén. Éste no estuvo suspendido en mitad del aire en la historia, sino que, como otros niños, vino al mundo a través de su Madre, ¿Cuando adoramos al Niño, no debemos venerar a Su Madre, y cuando nos arrodillamos ante Jesús, no debemos estrechar la mano de María por habernos dado este Salvador? Existe el grave peligro de que, por celebrar la Navidad sin la Madre,vayamos a llegar al punto de que celebremos la Navidad sin el Niño, ¡Y estos días han llegado para nosotros llegarnos! ¡Y qué absurdo sería; pues, así como no puede haber una Navidad sin un Cristo, tampoco puede haber un Cristo sin una María!
Descorred el telón del pasado, y bajo la luz de la Revelación, descubriréis el papel e interpretaréis la parte que representó María en el gran Drama de la redención. El Dios Todopoderoso nunca se lanza a una gran obra sin preparación meticulosa. Las dos grandes obras de Dios son la Creación del primer hombre, Adán, y la Encarnación del Hijo de Dios, el nuevo Adán, Jesucristo. Pero ninguna de las dos fue llevada a cabo sin la preparación Divina característica.

Dios no hizo la obra maestra de la creación, que fue el hombre, el mismo primer día, sino que la pospuso hasta que hubo trabajado seis días ornamentando el universo. Sin partir de una cosa material, sino por el solo hecho de Su Voluntad, la Omnipotencia se movió y dijo a la Nada, “Se”, y he aquí que las esferas cayeron dentro de sus órbitas, pasando una cerca a la otra en tal armonía, que no dieron un solo salto ni hicieron una sola pausa. Luego vinieron las cosas vivas: las plantas llevando fruto como tributo inconsciente a su Hacedor; los árboles, con sus brazos frondosos extendidos todo el día en oración; y las flores abriendo el cáliz de sus perfumes a su Creador. Trabajando sin cesar, Dios hizo luego las criaturas sensibles para que vagasen por todas partes, sea en los palacios acuáticos de las rofundidades, o con las alas para volar por los espacios ilimitados o ápteros que raptaran por los campos en busca de sus sustento y felicidad natural. Pero toda esta belleza que ha inspirado los cantos de los poetas y los trazos de los artistas, no era en la Mente Divina suficientemente hermoso para la criatura a quien Dios quería hacer el amo del universo. Él haría una cosa más: apartaría como jardín escogido, una pequeña parte de Su creación, la embellecería con cuatro ríos fluyendo por tierras ricas de onix de oro, permitiría que allí vagaran las bestias del campo como animales domésticos del jardín, con el fin de hacer de esto un paraíso de la más intensa felicidad, y el mayor placer posibles sobre la tierra. Cuando, por fin, ese Edén estuvo hecho en tal forma bello, como sólo Dios sabe hacer bellas las cosas, Él lanzó la obra maestra de su Creación, que fue el primer hombre, y en ese paraíso de placer se celebró el primer esponsal de la humanidad: la unión de la carne y la carne del primer hombre y mujer, Adán y Eva.
Ahora bien, si Dios se preparó en esta forma para su primera gran obra, que fue el hombre, haciendo el Paraíso de la Creación era más de esperarse que antes de enviar a Su Hijo a redimir el mundo, prepararía para Él un Paraíso de la Encarnación. Y durante cuatro mil años lo preparó por medio de símbolos y luego de profecías. En el lenguaje de los especímenes humanos, Él preparó la mente humana para que entendiera cómo sería este nuevo Paraíso. La zarza ardiendo de Moisés, inundada con la gloria de Dios, y conservando en medio de su llama la frescura de su verdura y el perfume de sus flores, era el símbolo de un nuevo paraíso que conservara en el honor de su maternidad el mismo perfume de la virginidad. La vara de Aarón, floreciendo en la soledad del templo, mientras estaba aislada del mundo por el silencio y el retiro, era el símbolo de ese Paraíso que, en un lugar de retiro y aislamiento del mundo, engendraría la misma flor de la raza humana. El Arca de la Alianza, donde se conservaban las tablas de la ley, era el símbolo del nuevo Paraíso en que la Ley adquiriría su verdadera residencia en la Persona de Cristo.
Dios preparó ese Paraíso, no sólo por medio de símbolos, sino también de profecías. Aun el día terrible en que un ángel con espada flamígera se instaló ante el primer jardín de la creación, se hizo la profecía de que la serpiente no vencería al final, sino que una mujer le quebrantaría la cabeza. Más tarde, Isaías y Jeremías saludaban ese Paraíso santo como un paraíso que rodearía a un hombre. Pero los profetas y los símbolos eran una preparación muy distante. Dios trabajaría todavía más en Su Paraíso. Haría un Paraíso que no estuviera infestado de cardos y cizaña, sino floreciente con todas las flores de la virtud. Un Paraíso a cuyas puertas jamás hubiera tocado el pecado, ni a cuyas puertas se hubiera levantado alguna vez la tempestad de la infidelidad; un Paraíso a través del cual fluyera, no cuatro ríos por ricas tierras de ónix y oro, sino cuatro océanos de gracia hasta los cuatro extremos del mundo; un Paraíso destinado a producir el Árbol de la Vida, y por tanto, lleno de vida y gracia él mismo; un Paraíso en el cual iba a alojarse como en un tabernáculo la Pureza misma, y por tanto, un Paraíso inmaculadamente puro; un Paraíso tan hermoso y Sublime, que el Padre Celestial no se sonrojara al enviar a Su Hijo que entrase a él. Ese Paraíso de la Encarnación circundado de carne en el cual se iba a celebrar el desposorio, no del hombre y la mujer, sino de la humanidad y la divinidad, es Nuestra Amada María, Madre de Nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.
Y de este manera, cuando nos congregamos en torno a la cueva de Belén de algún modo sentimos que estamos en presencia de un nuevo Paraíso de Belleza y Amor e Inocencia, y el nombre de este nuevo Paraíso es María. Dios trabajó durante seis días y produjo el Edén para el primer Adán; ahora trabajó nuevamente y produjo el nuevo Edén, María, para el nuevo Adán, Cristo. Y si nosotros hubiéramos podido estar en ese establo, en esa primera noche de Navidad, habríamos podido ver ese Paraíso de la Encarnación, pero no habríamos podido recordar si su rostro era bello o no, ni habríamos podido recordar si su rostro era bello o no, ni habríamos podido recordar ninguna otra de sus facciones, porque lo que nos habría impresionado, haciéndonos olvidar todo lo demás, hubiera sido la hermosa alma sin pecado que brillaba a través de sus ojos como dos soles celestiales, que hablaba por su boca sólo por medio de suspiros en oración, el alma que se oía en su voz, que era como cantos susurrados por los ángeles. Si hubiéramos podido estar delante de ese Paraíso no habríamos podido menos que mirar a su interior, pues lo que nos habría impresionado no sería ninguna cualidad externa, arrobadoras como eran, sino más bien las cualidades de su alma: su sencillez, inocencia, humildad, y sobre todo, su pureza. En forma tan absoluta nos hubieran enajenado todas estas cualidades de su alma, que son como música divina, que nuestro primer pensamiento hubiera sido,“¡Oh! Qué hermosa!”, y nuestro segundo pensamiento habría sido, “¡Oh! Qué feas criaturas somos”.
¿Podéis decirme, porqué ese Paraíso de la Encarnación no había de ser puro y sin mancha? ¿Por qué ella no había de ser inmaculada y sin mancha? Suponed por un momento que hubierais podido preexistir a vuestra propia madre, con algo de la manera en que un artista preexiste a su obra. Más aún, suponed que vosotros tuvierais poder infinito para poder hacer a vuestras madre como quisierais, así como un gran artista como Rafael tenía el poder de realizar sus ideales artísticos. Suponed que teníais este doble poder. ¿Qué clase de madre habrías hecho para vosotros mismos? ¿La habrías hecho de un tipo tal que os hiciera sonrojar por sus maneras poco femeninas y sus acciones impropias de una madre? ¿La habrías manchado, de alguna manera, con el egoísmo que la hiciera inatractiva no sólo a vosotros mismos, sino a vuestros prójimos? ¿La habríais hecho , exterior e interiormente, de tal carácter que os hiciera avergonzar de ella, o la hubierais hecho, hasta donde es posible la belleza humana, la mujer más bella de todo el mundo? ¿O, hasta donde es posible la belleza del alma, no hubierais hecho una madre que radiara todas las virtudes y todas las modalidades de bondad y caridad y amabilidad; una que, por su pureza de su vida y su mente y su corazón, fuera la inspiración no solamente vuestra, sino aún de vuestros prójimos, de modo que todo el mundo la considerara como la misma encarnación de lo que hay de mejor en la maternidad? Ahora, si vosotros que sois seres imperfectos y no tenéis la más delicada concepción de todo lo que es hermoso en la vida, hubierais querido la más amable de las madres, ¿pensáis que nuestro Bendito Señor, que no solamente preexistió a Su Madre, sino que tuvo el poder infinito de hacerla como escogiera, en virtud de toda la infinita delicadeza de Su espíritu, iba acaso a hacerla menos pura y amable y bella que vosotros hubierais hecho a vuestra propia madre? Si vosotros que odiáis el egoísmo la hubierais hecho generosa, y vosotros que odiáis la fealdad la hubierais hecho bella, ¿pensáis que el Hijo de Dios que odia el pecado no hubiera hecho a Su propia madre sin pecado, y Aquel que odia la fealdad no la hubiera hecho inmaculadamente bella?
Yo ruego, por tanto, que haya Navidad en que el Niño no sea un Huérfano, sino un Hijo de María; ruego que haya una religión que aliente respeto por la Maternidad, y vibre de amor por esa Madre, por encima de todas las madres, que trajo a Nuestro Salvador al mundo. Si hay algún hombre o mujer que esté buscando una prueba sobre qué es lo que constituye la religión divina en esta tierra, que aplique la misma prueba que emplearía para juzgar a un hombre. Si tú quieres conocer alguna vez las verdaderas cualidades de un hombre, lo juzgas no por sus actitudes para el mundo del comercio, sus concepciones sobre negocios, su bondad y su gentileza de maneras, sino que lo juzgas por sua ctitud hacia su propia madre. Si quieres conocer la calidad de una religión, juzga exactamente de la misma manera, es decir, no por el modo como está agradar a los hombres, sino más bien por la actitud que observa hacia la Madre de Nuestro Bendito Señor. Si encuentras una religión que nunca habla de esa Mujer que nos dio a nuestro Redentor; una religión que en su liturgia y devociones guarda silencio sobre la más bella de las mujeres y que en su historia ha llegado hasta romper sus imágenes y estatuas, entonces en verdad que algo falta para que esa religión sea verdadera, y déjame agregar, falta algo aún a su humanidad.
Difícilmente podía esperarse que Nuestro Bendito Señor mirara bien a quienes olvidan a Su Madre, que lo nutrió a Él como a un Niño, le llevó hasta Egipto, le acarició como hijo, y estuvo al pie de la cruz cuando, casi en Su último aliento, la llamó tiernamente “Madre”, y su olvido completo de la Madre de las madres, la Madre de Nuestro Señor, y la Madre de los hombres, sin la cual toda la maternidad carece de ideal cristiano. Yo puedo entender por qué un hombre debe amar a su madre, pero no puedo entender por qué un hombre que se llama a sí mismo cristiano y seguidor de Cristo, no vaya a tener un amor muy profundo e intenso por Su Madre. Repito, por tanto, que una prueba rápida para determinar la divinidad de cualquier religión, es su concepción sobre la maternidad de Cristo. Y si quieres conocer cuán intenso y profundo y leal es su amor por esa dulce Madre, entonces coloca tus manos sobre tu corazón.
La Navidad adquiere un nuevo significado cuando se ve a la Madre con el Niño. En efecto, parece que los cielos y la tierra cambian de lugar. Hace muchos y muchos años, oh, hace muchos siglos, nosotros solíamos pensar en los cielos, diciendo, “allá arriba”. Luego, un día, el Dios de los cielos vino a la tierra, y en esa hora en que María sostuvo al Niño en sus brazos, resultó cierto decir que con ella nosotros miráramos ahora “hacia abajo” para ver los Cielos.
En estos días cuando la Madre se halla separada de su Hijo, por el control de la natalidad, y el esposo está separado por su esposa, por el divorcio, rogamos por el retorno del ideal de Madre y nos dirigimos de esta manera a ella:
Desde nuestra condición abandonada y triste, Dulce Reina, te rogamos que nos des paciencia y fortaleza. Cuando nuestro espíritu se encuentre exaltado o deprimido, cuando pierda su equilibrio, cuando se halle inquieto o descarriado, cuando esté enfermo por lo que tiene, y vaya tras lo que no tiene, cuando nuestra envoltura mortal tiemble ante la sombra de una tentación, te llamaremos a Ti, y te pediremos que nos vuelvas a nosotros mismos, pues Tú eres la fresca brisa de lo inmaculado, la fragancia de la rosa de Sharón: ¡Tú eres el Paraíso de la Encarnación, Tú eres nuestra Reina, Nuestra Madre, Nuestra Madre Inmaculada, y nosotros Te amamos!
Fuente: "Modos y verdades" Madre y Niño, Obispo Fulton J. Sheen, 1956.
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