Elogio del dolor
- P. Antonio Royo Marín
- 6 feb 2020
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 9 jun 2020

La conservación de las fuentes del dolor es un bien mayor que su supresión. Si Dios nos quitara la libertad, no podríamos pecar y nos ahorraríamos un cúmulo enorme de sufrimientos; pero tampoco podríamos merecer el cielo. La vida social nos trae grandes dolores; pero ¡cuan grandes ventajas y beneficios nos proporciona también! La naturaleza física nos produce enfermedades y acabará produciéndonos la muerte; pero sin ella sería del todo imposible la vida. ¿Será razonable reprochar a Dios el habernos dado todos estos bienes sólo porque alguna vez podemos abusar de ellos o lleguen a ser peligrosos? Suprimid la libertad, la vida social y las leyes de la naturaleza física, y desaparecería al instante el orden y la armonía maravillosa del universo, volviendo todo a la más completa desolación y al más espantoso de los caos.
No es admisible una continua intervención milagrosa de Dios. Dios podría suprimir la mayor parte de nuestros dolores particulares interviniendo milagrosamente y de continuo sobre la voluntad perversa de los hombres y sobre las leyes físicas de la naturaleza. Pero esto no constituiría un bien, sino un aumento del mal para el conjunto del universo. Debería para ello cambiar de naturaleza al hombre y modificar todas las leyes de la naturaleza dictadas por su infinita sabiduría. Dios no puede rectificar nada, pues nada ha hecho que se pudiera hacer mejor. Las excepciones milagrosas confirman la sabiduría de sus leyes fijas. La excepción, empero, no puede convertirse en regla.
El dolor físico nos trae muchísimos bienes. Es el egoísmo quien nos impide ver la armonía del conjunto, detrás y por encima de nuestro yo. El que se lastima al caer, es difícil que sepa reconocer las grandes ventajas de la gravedad terrestre; el que ha perdido a un ser querido en una tempestad marítima, no comprenderá fácilmente que sin tempestades el mar sería un inmenso pantano palúdico y mortífero para toda la humanidad.
a) EN LA VIDA SENSIBLE, el dolor es un timbre de alarma que nos avisa del peligro. El hambre, la sed, el cansancio, la respiración anhelante..., todo es providencial. En las enfermedades es el dolor el que orienta casi siempre a los médicos para su diagnóstico y curación. El mismo placer necesita paréntesis de dolor para no envilecerse y atrofiarse. La primavera es más bella y amable después de un invierno borrascoso y frío.
b) EL DOLOR ES UNA FUENTE DE ALEGRÍAS. La dificultad, la contradicción y la desventura nos hacen apreciar mejor las alegrías de la victoria y del triunfo. El alpinista goza en la cima de la montaña el fruto de la dura escalada. La victoria compensa con creces el dolor de la batalla. El soldado eleva con emoción la bandera de la patria a costa de grandes sacrificios. El hijo recobrado después de su pérdida es doblemente amado. Es inútil multiplicar los ejemplos, que podríamos poner a millares.
c) EN EL ORDEN SOBRENATURAL es inmensa la eficacia del dolor físico. «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, permanece infecundo; pero si muere, llevará mucho fruto» (lo 12,24). Los terribles dolores de Cristo le conquistaron el título de rey de cielos y tierra (Phil 2,8-11). El ejemplo de Cristo se repite en su Iglesia. Las tinieblas de las catacumbas encendieron el faro de la Iglesia que alumbra al mundo; en la arena ensangrentada del circo floreció la corona de su soberanía mundial; las persecuciones continuas a todo lo largo de la historia han agigantado esa su fuerza moral que impone respeto aun a sus más obstinados enemigos. En nosotros mismos, el dolor es el camino de la gloria y de la grandeza. «Por la cruz, a la luz». Nada grande se hace sin esfuerzo, sacrificios y renuncias. El hombre flagelado por el dolor despliega energías insospechadas. Sólo la tierra roturada es fecunda. Sólo las semillas regadas con lágrimas dan frutos espléndidos de vida, de grandeza y de santidad.
d) EL DOLOR, INSPIRADOR DEL ARTE. Las más bellas producciones de la literatura y del arte se han inspirado en las grandes tragedias de la vida. Las más conmovedoras poesías, las melodías más patéticas, las estatuas más expresivas (Cristos, Dolorosas...), las pinturas más sugestivas son hijas del dolor. «Sólo el dolor—ha dicho Carlyle con frase feliz—ha podido transformar en divina una comedia».
Las finalidades físicas del dolor no bastan. Las cosas bellas y nobles: el arte, la ciencia, la gloria, son ideales de muy pocos espíritus selectos. La mayor parte de los hombres no se confortan en su dolor con esa clase de ideales. Hay que buscarle finalidades más altas. Por encima del orden físico está el orden moral de la virtud.
EL DOLOR PURIFICA Y SANA. Así como el oro en el crisol, bajo la acción atormentadora del fuego, gime, chilla y se revuelve en convulsiones de muerte hasta que, soltándose en un supremo esfuerzo del abrazo tenaz de la escoria, corre purificado en una veta de reflejos deslumbradores, así el alma destrozada por el dolor se libera del fango de la culpa y recobra su antigua belleza y su antiguo vigor. El dolor cura y sana las heridas más rebeldes y los vicios irías inveterados. Doblega y vence la violencia de las pasiones y hace más fácil el ejercicio de la virtud. Bajo su enérgica acción, el sensual se hace casto; el orgulloso, humilde; el iracundo, manso; el egoísta, generoso. ¡Cuántos hombres han encontrado el camino de su redención el día en que cayeron enfermos! Ante el culpable que sufre, se nos escapa fácilmente de los labios la dulce palabra del perdón.
El dolor y la belleza moral. Si el dolor nos afina y eleva; si su acción benéfica abraza todas nuestras facultades superiores: el entendimiento, la voluntad y el corazón; si por su medio nos hacemos más prudentes, más fuertes y más afectuosos, no es de maravillar que aquellos que han conocido el dolor y han secundado dócilmente la obra de este artífice divino, alcancen una armonía y una belleza interior totalmente ignoradas por aquellos que no lo han experimentado nunca. La belleza y la armonía del alma, trabajada por el dolor, irradian incluso al exterior y vuelven en su luminosidad el mismo cuerpo del que sufre. El rostro del que ha sabido sufrir noblemente se espiritualiza, por decirlo así; aparece como transfigurado en la gloria de un fulgor fascinante, que conquista las almas e impone el respeto y la admiración de todos. Si el placer, gozado sin medida y sin ley, deforma y embrutece, el dolor, limpia y serenamente afrontado, embellece y transfigura. Las almas, como el incienso, necesitan quemarse en el fuego para esparcir todo su perfume.
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