Obediencia y humildad
- P. José María Iraburu
- 7 oct 2019
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 8 jun 2020

El humilde ama la obediencia, la busca, la procura. Quiere configurarse así a Cristo, que «tomó forma de siervo» (Flp 2,7). No se fía de sí mismo, sabiéndose pecador, y teme hacer su propia voluntad (Gál 5,17), viéndose abandonado a los deseos de su corazón (Rm 1,24; Ef 2,3). El humilde se hace como niño, para que el Padre le entre de la mano en el Reino (Mc 10,15). Busca la obediencia porque sabe que ignora lo que le conviene (Rm 8,26), porque no quiere apoyarse en su prudencia sino en la de Dios (Prov 3,5), y porque teme que tratando de proteger avaramente los proyectos de su vida, la perderá (Jn 12,25). El humilde considera superiores incluso a sus iguales (Flp 2,3) y, al menos en igualdad de condiciones, prefiere hacer la voluntad del prójimo a la suya propia. Santa Catalina de Siena dice que «es obediente el que es humilde, y humilde en la medida en que es obediente» (Diálogo V,1). Y San Juan de la Cruz explica cómo la obediencia verdadera sólo se halla en cristianos adelantados, que ya en la noche pasiva del sentido fueron en buena medida despojados de sí mismos: «Aquí se hacen sujetos y obedientes en el camino espiritual, que, como se ven tan miserables, no sólo oyen lo que les enseñan, mas aun desean que cualquiera les encamine y diga lo que deben hacer. Quítaseles la presunción afectiva que en la prosperidad a veces tenían» (1 Noche 12,9). Los soberbios odian la obediencia, la huyen como una peste, procuran desprestigiarla, tratan de reducirla a mínimos y hacerla inoperante... Y es que se fían de sí mismos, no se hacen como niños, ni quieren realizar la voluntad de Dios, sino la suya. Auscan proteger la vida propia, y la perderán. Creen que la obediencia sólo produce frutos malos: frustración, infantilismo, irresponsabilidad, ineficacia. Consideran que el desarrollo personal es posible sólo en la espontaneidad, en la autonomía, sin interferencias de superiores, por bienintencionados que éstos sean...
Quienes mantienen estas actitudes, dice San Juan de la Cruz, son imperfectísimos»: «andan arrimados al gusto y voluntad propia, y esto tienen por Dios»; hasta en las buenas obras «éstos hacen su voluntad», de modo que incluso en ellas «antes van creciendo en vicios que en virtudes». Más aún, si la autoridad les manda hacer esas buenas obras que ellos por su cuenta hacen, «llegan algunos a tanto mal que, por el mismo caso que van [ahora] por obediencia a tales ejercicios, se les quita la gana y devoción de hacerlos, porque sola su gana y gusto es hacer lo que les mueve» (1 Noche 6,2-3). La obediencia es más fácil a los hombres fuertes y maduros que a los débiles e inmaduros. Es interesante señalarlo. El hombre de personalidad adulta obedece sin miedo, no teme verse oprimido por la autoridad, no da mayor importancia a las cosas que suelen ser objeto de mandatos -después de todo, qué más da-, y además, al poseerse, puede darse fácilmente en la obediencia por amor, por la paz, por ayudar al bien común. Por el contrario, el hombre de personalidad adolescente e inmadura, frágil y variable, huye de la obediencia, teme que la autoridad le oprima, procura afirmar su yo no con ella, sino contra ella, da importancia grande a las cosas pequeñas sobre las que suele arbitrar el mandato de la autoridad, y al no poseerse plenamente, le cuesta mucho darse en la obediencia. Eso explica, por ejemplo, que en las comunidades religiosas las personalidades más flojas suelen tener muchos problemas con la obediencia, mientras que ésta no plantea mayores problemas a los religiosos de mayor sabiduría, virtud y madurez.
Obediencia y fe Escuchar a Dios, creer en él y obedecerle, viene a ser lo mismo, incluso en la etimología de los términos (escuchar: ypakouein, obaudire; obedecer: ypakouein, oboedire). El creyente, como Abrahán, como María, escucha a Dios, y cree en él obedeciéndole (Heb 11,8; Lc 1,38; Hch 6,7). El creyente acepta hacerse discípulo del Señor (11,26), obedece la norma de la doctrina divina (Rm 6,17), y obedeciendo a Cristo, doblega su pensamiento a la sabiduría de Dios (2 Cor 10,5). Por eso los fieles cristianos somos, en contraposición a los «hijos rebeldes» (Ef 2,2), «hijos de obediencia» (1 Pe 1,14), pues hemos sido «elegidos según la presciencia de Dios Padre en la santificación del Espíritu por la obediencia» (1 Pe 1,2). Por el contrario, la desobediencia es una forma de incredulidad. En la Escritura viene a ser lo mismo «incrédulo y rebelde» (Rm 10,21): «Vosotros fuisteis rebeldes a los mandatos de Yavé, vuestro Dios, no creísteis en él, no escuchasteis su voz» (Dt 9,23). Consideremos, por ejemplo, la norma de la Iglesia en materia conyugal: «Los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50b). Pues bien, los esposos que en su vida conyugal desprecian la ley de Dios y de la Iglesia, no sólo caen en lujuria y desobediencia, sino sobre todo en incredulidad. Y la incredulidad es la forma más grave de desobediencia al Señor (Lc 10,16; Jn 3,20.36; Rm 10,16; Heb 3,18-19; 1 Pe 2,8).
Obediencia y esperanza La obediencia es un acto de esperanza, por el cual el humilde, que no se fía de sí mismo, se fía de Dios. «Dios es veraz y todo hombre falaz» (Rm 3,4; +Tit 1,2; Heb 6,18). El creyente, obedeciendo a Dios, a la Iglesia, a los superiores, no trata de proteger su propia vida, sino que la entrega al Señor en un precioso acto de esperanza: «Yo sé a quién me he confiado, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día» (2 Tim 1,12; +2,19). Y a veces la esperanza de la obediencia sólo puede afirmarse «contra toda esperanza» (Rm 4,18). Así obedeció Abrahán, «convencido de que Dios era poderoso para cumplir lo que había prometido» (4,20-21). Así obedeció San José, tomando a María encinta por esposa, «porque era justo» y el Señor se lo había mandado (Mt 1,24). Así obedeció Jesús al Padre en el momento de la cruz, en la más completa oscuridad, «contra toda esperanza». Y así debemos nosotros, los cristianos, obedecer a Dios, a la Iglesia y a nuestros superiores: esperando en Dios nuestro Señor.
Extraido del libro "Sintesis de espiritualidad catolica" del P. José María Iraburu.
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