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El liberalismo según León XIII

  • David Glez. Alonso Gracián
  • 24 may 2019
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 8 jun 2020


León XIII en su encíclica Libertas praestantissimum de 1888, n.14, define el liberalismo de tercer grado como aquel que afirma que «las leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los particulares, pero no la vida y la conducta del Estado».

Este tipo de liberalismo, además, considera que es «lícito en la vida política apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada.»

El Pontífice califica estas afirmaciones de «absurdo error». Y da la siguiente razón:

«Es la misma naturaleza la que exige a voces que la sociedad proporcione a los ciudadanos medios abundantes y facilidades para vivir virtuosamente, es decir, según las leyes de Dios, ya que Dios es el principio de toda virtud y de toda justicia. Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las contradiga. »

El liberalismo de tercer grado se caracteriza, por tanto, por la relegación de los deberes religiosos a la vida privada.

Nos interesa la primera acepción de relegar que aporta el Diccionario de la RAE: «Entre los antiguos romanos, desterrar a un ciudadano sin privarlo de los derechos de tal.». Es decir, relegar es desterrar sin privación de derechos.

En el contexto que nos ocupa: apartar el deber religioso de la vida social y política pero sin negar a los ciudadanos su derecho a la religión que deseen, no a la que están vinculados por el hecho mismo de la Encarnación del Verbo, sino a la religión que deseen.

La afirmación de la libertad de cultos en sentido moderno, por eso, es connatural a la relegación tercer gradista. Entendida como la entiende el artículo 18 de la Declaración de 1948:

«Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia.» (Declaración de los derechos humanos, art. 18)

Lo que se afirma, en definitiva, es que los ciudadanos pueden profesar libremente aquella religión que no postule una obligación del Estado respecto a ella. Para tener derecho a profesar particularmente una religión, ésta debe acomodarse a esta relegación. Esta labor de acomodo de la religatio a las condiciones del liberalismo de tercer grado será llevada a cabo por el personalismo católico.

Definimos entonces el personalismo católico como la escuela filosófica y teológica que postula la no obligatoriedad de la religación revelada respecto a la sociedad y la comunidad política, y su retirada con derechos a la vida privada. Pero en un plano institucional de equivalencia jurídica con otras religiones y creencias y cosmovisiones. De lo contrario, no se podría hablar de neutralidad del Estado.

Relegación de la realeza social de Cristo.— Como consecuencia lógica de lo anterior, la doctrina de la realeza social de Cristo es doctrina relegada, en primer lugar, y necesariamente, bajo esta perspectiva, al ámbito privado, en este caso al doméstico. Cristo, Rey de los corazones, pero no de las instituciones, que pretenden legislar y ejercer sus funciones sin tenerla en cuenta para nada, o mejor dicho, con un fin: poder autodeterminarse.

Del derecho reclamado por el Estado de tercer grado a autodeterminarse en sus funciones, se deriva el derecho concedido a los particulares de hacer lo mismo pero en el plano religioso. Pero no en el plano institucional. Por tanto, la exclusión de la religión revelada de la vida política supone, indefectiblemente, su exclusión de la vida privada.

La contradicción, en efecto, estará siempre presente. Porque la religión revelada postula la existencia de un deber religioso que atañe a personas y sociedades. Por eso sólo será realmente admitida en su versión acomodada: aquella que, de ninguna manera, ponga en peligro la potencia absoluta estatal.

En definitiva, la libertad religiosa, entendida al modo personalista del art. 18 de la Declaración, como el derecho de los particulares a profesar la religión que prefieran o a no profesarla o cambiarla por otra, es connatural a la relegación de la religión sobrenatural al ámbito privado en orden a la neutralidad del Estado.

Porque, bajo este punto de vista, si el deber religioso tuviera prioridades sociales, jurídicas y políticas, la pretendida indiferencia religiosa estatal sería imposible. La contradicción con la doctrina tradicional es evidente. Como afirmaba San Juan XXIII, es la insensatez más grande de esta época.

David Glez. Alonso Gracián

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