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Trabajar a conciencia

  • Foto del escritor: P. Javier López Díaz
    P. Javier López Díaz
  • 26 jun 2020
  • 4 Min. de lectura

Si queremos de veras santificar el trabajo, hay que cumplir ineludiblemente la

primera condición: trabajar, ¡y trabajar bien!, con seriedad humana y sobrenatural.


San Josemaría Escrivá de Balaguer. Forja, n. 698.

Si por un lado, trabajar por un «motivo sobrenatural» es el alma de la santificación del trabajo, la “materia” a la que da vida ese alma es el trabajo bien hecho. El motivo sobrenatural, si es auténtico amor a Dios y al prójimo, reclama necesariamente que procuremos llevar a cabo nuestra tarea lo mejor posible.

San Josemaría enseña que la santificación del trabajo supone la buena realización del trabajo mismo, su perfección humana, el buen cumplimiento de todas las obligaciones profesionales, entramadas con las familiares y sociales. Es preciso trabajar a conciencia, con sentido de responsabilidad, con amor y perseverancia, sin abandonos ni ligerezas. Para meditar con fruto esta enseñanza , conviene observar que cuando hablamos de “trabajar bien” nos referimos ante todo a la actividad de trabajar, no al resultado del trabajo.

Puede suceder que se trabaje bien y, sin embargo, que la tarea salga mal, ya sea por una equivocación involuntaria o por causas que no dependen de uno mismo. En estos casos —que se presentan a menudo— aparece con claridad la diferencia entre quien trabaja con sentido cristiano y quien busca principalmente el éxito humano. Para el primero lo que tiene valor es, ante todo, la misma actividad de trabajar y, aunque no haya obtenido un buen resultado, sabe que no se ha perdido nada de lo que ha procurado hacer bien por amor a Dios y afán de corredimir con Cristo; por eso no se abate por las contrariedades sino que —tratando de superarlas—, ve ahí la posibilidad de unirse más a la Cruz del Señor. En cambio, para el segundo, todo se ha malogrado si no ha salido bien. Evidentemente, quien piense de este modo nunca entenderá qué es santificar el quehacer profesional.

Trabajar a conciencia es trabajar con perfección humana por un motivo sobrenatural. No es trabajar humanamente bien y “después” añadir un motivo sobrenatural. Es algo más profundo, porque precisamente es el amor a Dios lo que debe llevar a un cristiano a realizar con perfección su tarea, ya que «no podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de El (Lv 22, 20)».

Cuando se procura actuar de este modo, es normal que el trabajo salga bien y se obtengan buenos resultados. Más aún, es frecuente que quien busca santificar el trabajo destaque profesionalmente entre sus iguales, pues el amor a Dios impulsa a «excederse gustosamente, y siempre, en el deber y en el sacrificio». Pero no hay que olvidar que Dios permite a veces contradicciones y fracasos humanos para que purifiquemos la intención y participemos de la Cruz del Señor. Y esto no significa que no se haya trabajado bien y santificado esa tarea.

Todo trabajo profesional es santificable, desde el más brillante ante los ojos humanos hasta el más humilde, pues la santificación no depende del tipo de trabajo sino del amor a Dios con que se realiza. Basta pensar en los trabajos de Jesús, María y José en Nazaret: tareas corrientes, ordinarias, semejantes a las de millones de personas, pero realizadas con el amor más pleno y más grande.


«La dignidad del trabajo depende no tanto de lo que se hace, cuanto de quien lo ejecuta, el hombre, que es un ser espiritual, inteligente y libre». La mayor o menor categoría del trabajo deriva de su bondad en cuanto acción espiritual y libre, es decir, del amor electivo del fin, que es acto propio de la libertad.


«Conviene no olvidar que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara. Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor».


El amor a Dios hace grandes las cosas pequeñas: los detalles de orden, de puntualidad, de servicio o de amabilidad, que contribuyen a la perfección del trabajo. «Hacedlo todo por Amor. —Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. —La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo».

Quien comprenda que el valor santificador del trabajo depende esencialmente del amor a Dios con que se lleva a cabo, y no de su relieve social y humano, apreciará en mucho esos detalles, especialmente los que pasan inadvertidos a los ojos de los demás, porque sólo los ve Dios. Por el contrario, trabajar por motivos egoístas, como el afán de autoafirmación, de lucirse o de realizar por encima de todo los propios proyectos y gustos, la ambición de prestigio por vanidad, o de poder o de dinero como meta suprema, lleva a cuidar sólo las apariencias e impide radicalmente santificar el trabajo, porque equivale a ofrecerlo al ídolo del amor propio.

Estos motivos se presentan pocas veces en estado puro, pero pueden convivir con intenciones nobles e incluso sobrenaturales, permaneciendo latentes —quizá durante largo tiempo— como los posos de cieno en el fondo de un agua limpia. Sería una imprudencia ignorarlos, porque en cualquier momento —quizá con ocasión de una dificultad, una humillación o un fracaso profesional— pueden enturbiar toda la conducta. Es preciso detectar esos motivos egoístas, reconocerlos sinceramente y combatirlos purificando la intención con oración y sacrificio, con humildad y servicio generoso a los demás.

Conviene volver la mirada una y otra vez al trabajo de Jesús en los años de su vida oculta, para aprender a santificar nuestra tarea. «Señor, concédenos tu gracia. Ábrenos la puerta del taller de Nazaret, con el fin de que aprendamos a contemplarte a Ti, con tu Madre Santa María, y con el Santo Patriarca José —a quien tanto quiero y venero—, dedicados los tres a una vida de trabajo santo. Se removerán nuestros pobres corazones, te buscaremos y te encontraremos en la labor cotidiana, que Tú deseas que convirtamos en obra de Dios, obra de Amor».

Fragmentos extraídos del libro "Trabajar bien, trabajar por amor" del P. Javier López Díaz.

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