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Intervencionismo de los Estados democráticos y totalitarios

  • P. José María Iraburu
  • 7 sept 2021
  • 5 Min. de lectura


–¿Es todo malo en los Estados modernos?

–Metafísicamente es imposible que en un ente todo sea malo, pues caería en la nada, sería aniquilado. El mal existe siempre de una forma parasitaria en el bien. Por supuesto que hay cosas que el Estado actual hace bien. Pero aquí trato del principio de subsidiariedad, y del totalitarismo político que se le opone.

Continúo considerando el principio de subsidiariedad y el totalitarismo de los Estados modernos que tiende a suprimirlo. Me fijo sobre todo en los países desarrollados de Occidente. El intervencionismo político es semejante en los Estados totalitarios y en las democracias liberales. Y al parecer esto es ignorado por muchos, también por muchos eclesiásticos y políticos católicos. Es necesario conocer que el espíritu del Leviatán político viene a ser el mismo en unos y otros Estados, aunque se encarne con modalidades diversas. Quizá un Estado abiertamente totalitario prohíba, por ejemplo, tener más de uno o dos hijos, y un Estado liberal no se permita una ley semejante. Pero es posible incluso que los Estados liberales, en algunos mandatos y prohibiciones, sean aún más intervencionistas que los abiertamente totalitarios. Puede darse en Estados liberales una política lingüística opresiva, que obliga a aprender un lenguaje regional o a usarlo con preferencia al nacional en educación y comercio, en administración y medios de comunicación. Puede un Estado liberal retirar de la enseñanza o de la judicatura a quien estime contra natura el ejercicio de la homosexualidad, y puede cerrar un instituto de adopción que se niega a entregar niños a parejas homosexuales. Puede imponer a los padres adoptivos la obligación de revelar su condición al niño cuando cumple los doce años. Puede imponer en los colegios la educación mixta, puede prohibir la actividad escolar con separación de sexos, y proscribir por traumáticos los exámenes de fin de asignatura. Puede prohibir el tabaco, las corridas de toros, ciertos usos vestimentarios correspondientes a algunas minorías y tantas cosas más. En las cuestiones citadas como ejemplo no tiene el Estado por qué suprimir un pluralismo benéfico en favor de un uniformismo injusto, ideológico y arbitrario. El Estado moderno puede imponer su ideología en los ciudadanos no solo por medio de leyes y prohibiciones, sino también por la política de nombramientos, licencias y subvenciones, por las que se potencian unas iniciativas y se impiden o dificultan otras. Una Democracia liberal, a través de planes escolares obligatorios, películas y series televisivas financiadas, y por muchos otros medios, puede, por ejemplo, imponer a niños y adolescentes una educación que estimule la actividad sexual infantil, la masturbación y la fornicación, la anticoncepción y el aborto, lo mismo que el aprecio por la homosexualidad y la rebeldía ante padres y maestros. De hecho, hay Ministerios o bien Institutos de la Juventud en Estados democráticos liberales que vienen a operar como el komsomol de las juventudes comunistas en la Unión Soviética o como la Hitlerjugend, en las Juventudes hitlerianas del nazismo. Y lo hacen a veces con métodos más eficaces. Por otra parte, no olvidemos que ese intervencionismo estatal compulsivo se triplica a veces, cuando es ejercitado por las autoridades nacionales, regionales y municipales –o bien por las autoridades federales, estatales y locales–. Inevitablemente se produce entonces una multiplicación innumerable de leyes, normas y reglamentos, y también se genera un cáncer burocrático, siempre en aumento, de políticos, secretarios, escoltas, chóferes, funcionarios, comisiones, institutos, comisiones de control y policías. Todos ellos sostenidos por los ciudadanos contribuyentes, que pagan a sus carceleros. La Bestia liberal es «intrínsecamente mala», porque prescinde de Dios y del orden moral natural, y afirma, en la doctrina y en la práctica, la autonomía soberana de la libertad. Pío XI afirmó que «el comunismo es intrínsecamente perverso, y no se puede admitir que colaboren con el comunismo, en terreno alguno, los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana» (1937, enc. Divini Redemptoris 60). Ha de decirse lo mismo del Estado democrático liberal, mutatis mutandis, pues es totalitario, interviene en todo, mucho más allá de sus competencias reales, causa o permite muchos millones anuales de homicidios por el aborto y por la pobreza, propugna el matrimonio temporal, el consumismo, el hedonismo, el relativismo, la lujuria, la anticoncepción, la homosexualidad, la pornografía, la división del pueblo en partidos contrapuestos, la ruptura con la tradición nacional, la falsificación de la historia de la patria, y de este modo promueve la irreligiosidad y la apostasía (Vat. II, GS 20). Aquello que el Catecismo anuncia del Anticristo, cuando dice que ha de presentarse «bajo la forma política de un mesianismo secularizado, intrínsecamente perverso» (676), se puede aplicar a los Estados totalitarios y demócrata-liberales. El Estado moderno nos hace pensar en las Bestias políticas del Apocalipsis. Esta preciosa obra del apóstol San Juan es una teología de la historia, un libro de consolación dirigido a las Iglesias perseguidas por el mundo, y nos muestra con especial claridad cómo la perfección de los cristianos fieles se consuma de forma martirial en la cruz del mundo secular. A comienzos del siglo XXI no es un juicio temerario reconocer una encarnación más de las Bestias sucesivas del Apocalipsis en esa larga serie de Estados modernos monstruosos, que usurpan el poder de Dios y de su Cristo, que niegan y pisotean el orden natural, que mandan sobre la mente y la conducta de los individuos, y que crean un orden social perverso. ¿Podrá haber, pues, educación familiar cristiana o ascesis de perfección que no enseñe a resistir a la Bestia mundana, negándose a recibir su marca en la frente o en la mano, aunque esa resistencia impida a veces «comprar y vender» en el mundo (Ap 13,16)?


¿Podrán los cristianos de hoy ser fieles a su vocación y llegar a la bienaventuranza celeste si, viviendo en la Gran Babilonia, ignoran, desoyen o incluso desprecian la voz de Cristo, que les manda: «salid de ella, pueblo mío, no sea que os hagáis cómplices de sus pecados y os alcancen sus plagas» (Ap 18,4)? No se trata, como dice San Pablo, de «salirse de este mundo» (1Cor 5,10), sino de mantenerse dentro de él, fieles a «los pensamientos y caminos» de Dios (Is 55,8-9), bien conscientes de que el vino nuevo del Espíritu Santo ha de guardarse en odres nuevos, en formas nuevas de vida personal y comunitaria, porque de lo contrario se pierden el vino y los odres (Mt 9,17). Pero la muchedumbre de los bautizados mundanizados «sigue maravillada a la Bestia» (Ap 13,1). No sólamente no mira con horror la Bestia moderna ateizante, cuyas cabezas visibles están siempre adornadas de «títulos blasfemos» (13,1), sino que la sigue fielmente en sus pautas mentales y conductuales… La Bestia del mundo moderno ha de ser conocida y temida, evitada y combatida, siguiendo exactamente las normas que nos dieron Cristo y sus Apóstoles. Si los intérpretes del Apocalipsis han reconocido generalmente los rasgos de la Bestia mundana en el Imperio romano y en otros poderes mundanos semejantes de la época, ¿cómo nosotros, cristianos del siglo XXI, no descubriremos la Bestia diabólica en los Estados modernos, empeñados en construir una Ciudad sin Dios y tantas veces contra Dios? Los modernos Estados democráticos liberales son monstruosos, pero la mayoría no lo advierte. Por eso su monstruosidad es muy insuficientemente denunciada y combatida. Todavía muchos, también entre los católicos, hacen discernimientos completamente absurdos: «nosotros que vivimos en un régimen de libertad», «es increíble que pueda suceder algo tan espantoso viviendo en democracia»… No entienden nada. No alcanzan a cumplir la exhortación del Apóstol: «dáos cuenta del momento en que vivís» (Rm 13,11).


IRABURU, José María, "Católicos y política"

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