Vestir con modestia ¿una cuestión de centímetros?
- P. Antonio Orozco-Delclós
- 2 ene 2020
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 8 jun 2020

Suele decirse que un centímetro más o menos de tela es cosa de poca monta, que no afecta a la moralidad del atuendo. Esto es así hasta cierto punto. Un punto que quizá no haya sido esclarecido con demasiada fortuna, pero que puede precisarse bastante bien — cada uno, cada una, puede descubrirlo con suficiente exactitud — partiendo de ciertos principios fácilmente reconocibles, que voy a tratar de exponer. Antes, sin embargo, tenemos que dar otro pequeño rodeo, volviendo al tema de las peculiarísimas características del cuerpo humano, que le alzan por encima de cualquier otro.
La vista es el sentido más próximo al entendimiento, el que más íntimamente se articula con éste y ambos convienen en un mismo afán de totalidad. Nos molesta entender y ver las cosas a medias. Basta conocer parte de alguna realidad, para desear conocer el todo y — a poco interés que la cosa ofrezca — procurarse los medios para lograrlo. Como el conocimiento del hombre comienza en los sentidos, cuando éstos conocen algo, el entendimiento, mediante la voluntad, los mueve a proseguir sus indagaciones, de acuerdo con sus apetencias. Los sentidos, a su vez — en la medida en que la voluntad no se ha forjado como dueña y señora de sus actos –, arrastran a las demás facultades en la dirección de sus apetencias propias, de modo que muchas veces, el hambre se junta con las ganas de comer. El hombre contempla una cara de la luna. Le parece interesante y se da cuenta que hay otra cara que permanece siempre oculta. Ya no puede evitar el afán de ver a esa desconocida. Y no para, hasta conseguirlo.
Pues bien, ver una parte de una unidad anatómica, si es bella, de hecho es una poderosa llamada a ver la unidad entera. Este fenómeno humano lógico y de experiencia, puede ilustrar la razón por la cual podemos decir sin temor a equivocarnos, que muchos trajes de baño al uso son provocativos y prostituyentes, porque no sólo dejan al descubierto unidades que no expresan nada, que no dicen otra cosa que placer sensual, sino que — y esto es lo peor — cubren sólo a medias esas unidades, invitando a ver más. El efecto es más nocivo que si se viera todo. Y no es cosa de ponerse a explicar de nuevo por qué no se debe descubrir el todo, menos aún, cuando se supone que estamos hablando personas que gozan, al menos, de un mínimo de sensatez. El nudismo es, en mi opinión, más que otras cosas, un pecado de evidente mal gusto. Por eso quiero subrayar la malicia de los atuendos que son de hecho, preténdase o no, insinuantes. Conviene que lo sepan las jovencitas (así como sus señoras madres, que son las que suelen pagar los trajes de baño de las hijas).
De manera que llega un momento en que un centímetro, más o menos, sí cobra una importancia enorme, porque un centímetro menos, uno sólo, deja al descubierto una parte de la impersonal unidad anatómica, y el atuendo, entonces, pasa a ser ya insinuante, prostituyente. Por ese minúsculo centímetro se esfuma ya la personalidad, y ante la mirada del prójimo — el próximo, como es sabido –, el cuerpo pierde transparencia, se torna opaco y, fácilmente, llena todo el campo visual, perceptivo, convirtiéndose en mero y absorbente objeto. Con ello, pierde su originalidad personal y, por consiguiente, su dignidad.
Surge así aquella turbación de la que habla M. Occhiena, al tratar el tema del pudor, debida al repentino y consciente prevalecer de la animalidad sobre la personalidad, propia o ajena, causado por un estímulo objetivamente inoportuno; es un acto reflejo de la dignidad de la persona, que se siente amenazada por el despertar inoportuno y prepotente de impulsos psicofísicos particularmente fuertes, como son — y más que ningún otro — los de carácter sexual. Al principio, cuando se destapa el cuerpo, parece que la poderosa esencia femenina lo inunda todo y la que tiene poco seso en la mollera piensa que ha ganado en feminidad.
Pero todo el mundo advierte que aquel es un cuerpo sin alma. Y ¿qué es una mujer sin alma? ¿qué es una mujer desalmada? ¿Dónde está, a dónde se fue su femineidad? Ha perdido lo mejor de sí misma. Esa misma mujer hubiera podido hermosearlo todo con su presencia, con su alma enriquecida por el cultivo de las virtudes humanas y las más específicamente cristianas; y las más puras características de su esencia hubieran asomado encantadoramente en sus ojos, en su sonrisa, en su gesto, en su porte.
Recordemos que también se pueden quebrantar las leyes del pudor sin mostrar siquiera un centímetro de epidermis. Basta, por ejemplo, usar una talla menor a la que corresponde; resaltar o remarcar de un modo u otro aquellas unidades anatómicas que llamábamos más impersonales e inexpresivas de lo que la persona en el fondo es;ceñir blusas, camisas, faldas, pantalones... El pudor, como toda virtud, estriba de ordinario en pequeñas cosas, en las que hay que estar tanto como en las grandes: quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho (cf. Lc 17, 1O).
Si la mujer, en el sentido apuntado, pierde su alma ¿qué será del alma del mundo, de la humanidad toda? ¿Qué será del hombre, si la mujer deja de ser la guardiana y defensora de lo más íntimo, de eso tan íntimo y personal que es ella misma? ¿Cómo pretende dejar de ser contemplada como objeto, si ella misma se presenta como tal?¿por qué se queja, entonces? ¿Por qué compra — y hasta lee — revistas y asiste a espectáculos en los que la mujer no es más que un cosa, un mero instrumento de lujuria, un trapo sucio y detestable cubierto?
¿Cómo es posible que consienta en ser cómplice de bastardos intereses masculinos? ¿Por qué no se valora más a sí misma de verdad, con hechos más que con palabras?
Vale la pena, porque hay algo en el aspecto y en la actitud de una mujer sensata que permite a la mirada del hombre, descubrir en ella ese más — más que cuerpo, más que objeto — que es el alma, la persona y eso que llamamos personalidad: una vida interior impalpable, pero rica y, por ello, incontenible, que se traduce al exterior en mil detalles que apenas se perciben en su individualidad, pero que crean en el ambiente un no se sabe qué que sirve de verdad, porque eleva la mirada que — lejos de aplastarse en un cuerpo opaco, sin alma — alcanza los estratos más hondos de la persona, hasta el punto donde se descubre esa imagen de Dios que es la mujer, como lo es el hombre.
Fijemos, por fin, nuestra mirada en la Mujer que compendia todo el encanto de la Creación: Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra. Invoquémosla confiadamente.Pidámosle que interceda por todos los hombres, por todas las mujeres. Para que unos y otras sepamos comportarnos siempre, cualesquiera que sean las circunstancias, de acuerdo con la dignidad de los hijos de Dios. Que este mundo nuestro descubra de nuevo la relevancia de esa humilde y poderosa virtud que ha sido tema de nuestras reflexiones; que recupere y nos ayude a todos a recuperar el respeto y veneración al misterio sagrado de lo personal.
Permitida su reproduccion citando autor y a La Cumbrera
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