“Yo soy el pibe del tacho de basura”
- P. Christian Viña
- 5 sept 2019
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 8 jun 2020

Dios, en su admirable providencia, nos ha regalado en Carlos un sencillo y valiente militante de la vida, que conmueve a cada paso, al revelar que siendo bebé fue rescatado por su padre –el verdadero, el que lo crió; y no el que aportó su semen para fecundar un óvulo- de una muy probable muerte entre los residuos. “Yo soy el pibe del tacho de basura” es, no solo su original expresión para presentarse, sino también un contundente homenaje a la grandeza del Señor, y a las virtudes humanas favorecidas con su gracia.
No puede ocultar sus ojos brillosos cuando cuenta, a unos y a otros, la historia de su salvataje, en una fría madrugada, a la salida de un bar; cuando su auténtico padre lo encontró en un tarro de desechos. Y, desde entonces, junto a la que llegó a ser su madre, fue la bendición de un hogar; enriquecido, luego, con otros hijos. Apela, igualmente, al humor, para distender tan estremecedor relato; y explicar la diferencia de tez con sus hermanos, “en que me lavaron del mejor modo, pero no pudo acabarse con la oscuridad que traía de fábrica”.
Lo vi enrojecerse de indignación e impotencia por la insensibilidad de los abortistas, ante el dolor y la muerte de los indefensos. Y cómo buscan apelar, en su lucha por legalizar el abominable crimen, a los más bajos recursos, a las medias verdades y a las totales mentiras. “Evidentemente quienes me concibieron no me querían con ellos. Pero aunque más no sea, me dieron una remota posibilidad de sobrevivir. Dios se valió de mi papá para que pudiera tener un auténtico hogar… No guardo rencores; solo tengo gratitud para mi papá, mi mamá y mis hermanos”.
Dueño de una habilidad extraordinaria para las tareas manuales, encontró en la plomería no solo un oficio para ganarse el sustento, sino también una práctica explicación de su historia, y su misión en esta vida. “Al destapar un caño –subraya- libero los obstáculos que impiden una vida sana. Donde corre bien el agua, corre bien la vida. Y donde hay vida, siempre hay esperanza…”.
Tiene una fe solidísima; y, por eso, es bien abierto a los demás. Aprendió de su madre la alegría de pertenecer a Cristo; y hasta ese sano sentido del humor, que brota de un corazón enamorado del Señor, y de su providencia. “Pensar –le dice la hoy anciana- que esa noche no quería que tu padre fuese al bar… ¡Menos mal que no me hizo caso!...”.
Infaltable en las marchas por la vida, es también activo participante de un grupo que trabaja para facilitar los mecanismos, y las leyes de adopción. Y lo hace con la convicción de quien, como buen cristiano, se sabe hijo adoptivo del Padre, en el Hijo.
Dios le dio la posibilidad de formar una familia propia; que cuenta ya con tres hijos biológicos, y tres adoptados. Y ese racimo de vida desbordante, como era más que previsible esperarlo, se sumó a la radiante militancia provida y profamilia, que sigue ganando cada vez más espacios, en la vida de nuestros países. Siempre en términos acuáticos, propios del oficio, deja bien en claro el sentido de ese “buen combate” (2 Tm 4, 7) por la obra creadora del Señor: “Nos buscan inundar con las más perversas y criminales olas, pero su único destino es la alcantarilla… No podrá detenerse esta magnífica avalancha de matrimonios sólidos, familias bien fundadas y numerosas; con abuelos sabios y nietos cariñosos… El agua siempre vuelve a su cauce”.
Hace poco se enteró de otro Carlos, nacido de una madre, Emilia; a quien, por su delicada salud, habían intentado convencer de la conveniencia de un aborto. Dueña absoluta de una delicada sensibilidad, enriquecida por una profundísima fe, la digna señora se negó tajantemente. Y no solo pudo dar a luz a su bebé, sino que sobrevivió algunos años.
Ese niño se crió, por cierto, en una nación bien lejana, y en circunstancias políticas y sociales bien distintas. En polaco su nombre era Karol, y su apellido Wojtyla; y fue, claro está, San Juan Pablo II.
Cuando nuestro Carlos supo de esta historia, lo primero que hizo fue concurrir a su parroquia a solicitar una Misa, en sufragio del alma de Emilia. Y por tantas otras Emilias, solo por Dios conocidas, que se elevan como valientes guerreras de la vida, ante la pestífera anticultura de la muerte; que adquiere, en los diversos momentos históricos, distintas variantes, pero que mantiene su constitutivo y satánico odio a Dios y al hombre.
¿Cómo se llamaría su madre; la que efectivamente lo dio a luz? Es poco probable que fuera Emilia. Y aunque no pudiera compararse con la famosa madre polaca, cierto es también que ella le había dado una remota posibilidad de sobrevivir… Con todas las salvedades del caso, pero posibilidad al fin.
En otra Misa pidió rezar por ella. “Por las madres que no conocemos, y por sus hijos que están entre nosotros”, se escuchó en el templo. Nadie ni nada podían arrebatarle su sed de perdón. Ahí estaba, una vez más, con los ojos fijos en la eternidad; parado en lo alto de su agradecido coraje. Buscó los ojos de María Santísima; y, nuevamente, encontró en ellos la superabundante Maternidad de la Madre de Dios. El Señor, en sus insondables caminos, le había regalado tres madres… No había ningún lugar para odios, ni para vivir con los ojos en la nuca…
+ Padre Christian Viña
Cambaceres, martes 3 de septiembre de 2019.
San Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia.
Permitida su reproduccion citando autor y a La Cumbrera
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