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“Sí, faltan caballeros; y damas, también”

  • P. Christian Viña
  • 23 ago 2019
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 8 jun 2020


Dios nos regala, todo el tiempo, a los sacerdotes, providenciales encuentros con hijos atribulados que, aun con actitudes contestatarias, aguardan de nosotros firmeza en la fe y, sobre todo, coherencia evangélica. Y esos son momentos verdaderamente únicos; en los que debemos dejar bien en claro dónde estamos parados y, también, hacia dónde vamos.

Me acaba de ocurrir en una céntrica calle: una señora iba con sus dos hijos, en los umbrales de la adolescencia, y otra mujer. Y, necesitada de arrojar basura en un contenedor, les rogó en vano a los pequeños que le ayudaran a levantar la tapa. Como respuesta obtuvo solo una mirada displicente; y, roja de furia, al verme, me disparó: Vio, padre, faltan caballeros… Sí, por supuesto –le contesté-; y damas, también. A esto nos ha llevado esta posmodernidad sin verdad; que, con la ideología de género, busca destruir toda diferencia entre varones y mujeres… ¡A no rendirse! ¡Dios la guarde!

Apurado, como iba, a celebrar la Santa Misa, a unas ancianas monjitas, en un hospital, aceleré mis pasos. Y sentí, a mis espaldas, todo el furor feminista de la sorprendida interlocutora.

- No es así –me disparó- ahora las mujeres somos iguales a ustedes, los varones, y podemos hacer exactamente todo lo mismo…

- No todo, señora. Gracias a Dios, las diferencias biológicas, de carácter y de genio, propias de cada sexo, lo impiden. Somos iguales en dignidad, y diversos en cómo estamos constituidos. Además, ¿cómo se entiende que los que viven reclamando el así llamado respeto a la diversidad sexual, busquen eliminar toda diversidad, que no esté de acuerdo con su ideología?... ¡Rezo por usted, hija! ¡Que la Virgen María, modelo perfecto de mujer, la colme de su Paz!

Se me iba el micro, y debí emprender una veloz carrera para alcanzarlo. En esos metros interminables, escuché un montón de frases, ya para mí ininteligibles… No serían, seguramente, palabras de aprobación…

El trasporte estaba abarrotado, por ser hora pico; y, Rosario en mano, busqué abrirme paso entre los pasajeros. La inmensa mayoría, por supuesto, con los auriculares en sus oídos, permanecía indiferente a lo que le rodeaba. Cómo escuchamos, muchas veces, lo que solo queremos escuchar, pensé… Y comencé el rezo de la querida oración mariana…

Cada Ave María la ofrecí, especialmente, por la hermana que el Señor había puesto en mi camino. ¡Qué notable! ¡Había demandado caballerosidad, con poca y nula valoración sobre esa actitud!

Traje a mi mente, entonces, las sabias enseñanzas de mis padres y abuelos; y, por supuesto, de los íntegros sacerdotes que me formaron, de niño. Cómo nos insistían, todo el tiempo, a los varones, en que debíamos ser caballeros de tiempo completo. Que jamás podíamos caer en la cobardía y vileza de, tan solo, dirigirle una palabra ofensiva, y mucho menos levantarle la mano a una mujer. Que, por ejemplo, siempre debíamos cederle el paso, en todas las circunstancias; y a la hora de caminar por la vereda, saber que todo buen caballero debía ir del lado de la calle, para proteger a la dama de cualquier peligro. Que debíamos tener, en todo momento, hacia la mujer, una permanente actitud de respeto; sin caer jamás en la bajeza absoluta de insultarla, o tener con ella conversaciones indecentes. Que el pudor y la dignidad, de ella y de uno, debían observarse todo el tiempo. Y, en la plenitud de la lucidez, y también de honda poesía, se nos remarcaba que a una mujer no se la puede lastimar ni con el pétalo de una rosa…

Evoqué aquellos años de la infancia en que los varones jugábamos a la pelota, y con los soldaditos. Y en que las nenas jugaban a las muñecas, y a la Mamá… Y nadie se quejaba, por cierto, de supuestos estereotipos, o de imposiciones del heteropatriarcado… Todo era mucho más natural, y de sentido común. Y, por supuesto, nuestros padres, nos enseñaban el respeto con su propio ejemplo. A ninguna de nuestras madres, claro está, se le ocurría jugar a ser nena, como destacó la reconocida escritora argentina, María Esther Perea de Martínez, en su recomendable libro Adolescencia sin trampas. Y ninguno de nuestros padres, tampoco, jugaba a ser galancito; y competir, con sus hijos varones, en la seducción de las adolescentes…

Papá y Mamá sabían, perfectamente, cuál era su naturaleza y su misión. Y, al mismo tiempo, nuestros abuelos –aunque siempre con esa entendible tendencia a ser más complacientes, con sus nietos-, eran un extraordinario aporte de sabiduría y cariño, en nuestro proceso madurativo… Claro que, antes, los abuelos estaban en casa; ahora están en el bingo, en los gimnasios modeladores, o casi tirados en los geriátricos…

¡Qué lejos quedó todo aquello! ¡Y conste que no estoy hablando de varios siglos, sino de algunas décadas! ¡Qué mundo inhumano estamos soportando, a fuerza de la pretendida eliminación de todas las barreras, y la anulación sistemática de cuanto nos distingue!

Hemos llegado al límite de que, en nombre de la lucha contra la discriminación, los verdaderamente discriminados son los que buscan darle a gloria a Dios como lo que son, varones o mujeres (Gn. 1, 27). Mantenidos por el mundialismo masónico, o funcionales a él, los ideólogos de género creen que eso nos llevará a mayores cotas de libertad; cuando, en el fondo, todo lo que se esconde es un siniestro plan antinatalista y antifamilia, de dimensiones globales. Lejos de valorizar nuestras diferencias, que nos hacen distintos, complementarios, y llamados a una mutua y generosa entrega, se busca aprisionarnos en un individualismo salvaje que, en nombre de la igualdad, termina viendo en el otro a un enemigo de la propia comodidad y desenfreno; a quien vencer, y hasta llegado el caso, a aniquilar.

Y, como contraste, uno ve la felicidad de aquellos que, aun con pecados y toda clase de dificultades, buscan dignificar la vida, y honrar el plan de Dios para sus existencias. Un amigo, que acaba de regresar de Europa, me dijo que solo encontró algo de familia en pequeñas comunidades de campo; y en cada vez más reducidos núcleos de resistencia en las grandes ciudades. Si hasta fui insultado, de arriba abajo –se lamentó- por querer cederle a una mujer el paso, en el ascensor… Me dijo de todo: machista, misógino, autoritario, facho, y un montón de otras lindezas…

Esta violencia sistemática de los que se utoproclaman de mente abierta, y buscan eliminar a todas las mentes que no estén de acuerdo con ellos, nos urge como nunca ir al rescate de la masculinidad; y de la verdadera femineidad, de aquella que enaltece, y no degrada a la mujer. El verdadero odio –como pretenden calificarlo los implacables nuevos censores- no está en recordar esto. El verdadero odio está en querer acabar con la obra de Dios; y con el hombre, la única creatura a la que el Señor amó por sí misma.

Lo noto, especialmente, en los más jóvenes; en los niños, y adolescentes. Toda esta destrucción de la vida, el matrimonio y la familia, los tiene secuestrados en una caída libre, en la que solo ven –con toda razón- un estruendoso final, en el fondo del abismo. Y sienten nostalgias de familias bien constituidas, y lejos de cualquier violencia; en las que cada uno aporta al bien de todos, desde su propia naturaleza y originalidad. Una contundente muestra de ello fue la admirable acción del joven polaco, Jakub Baryla; quien, con tan solo quince años, hizo frente con una Cruz y un Rosario, bien en alto, a una blasfema manifestación. En él, y en tantos otros millones de jóvenes de todo el planeta, hartos de lo políticamente correcto, y de una supuesta derecha y una supuesta izquierda, serviles a lo más degradante de la condición humana, podemos entrever la aurora de un mundo nuevo…

Volvamos, entonces, a las fuentes. Y hagamos, en el debido respeto a todos, una civilización a verdadera escala humana. En donde también los nuevos ateos, y materialistas de toda clase, que están detrás de esta ideología, comprendan que es inútil dar coces contra el aguijón. Y, que cuanto más luchen contra Dios, en el que dicen no creer, más brillará su único, irrepetible, y siempre victorioso, designio de amor sobre nosotros.

Al llegar al hospital, y recibir una vez más la bocanada de aire puro de las monjitas octogenarias, y su radiante testimonio de amor y sacrificio, comprobé nuevamente que cuanto más fiel se es a la propia esencia, más felicidad reina en el corazón, y quienes lo rodean. Ellas, bien mujeres, y con la gracia de Dios, bien monjas, inundan de esperanza y eternidad, donde abundan la preocupación y el dolor. Y lo hacen, por supuesto, con ese impar genio femenino que las hace bien hijas, bien esposas, y bien madres…

El Padre Christian Viña junto a las hermanas Maria Isabel y Bernardita

Permitida su reproduccion citando autor y a La Cumbrera

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