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Manifestaciones de los católicos: la derrota como victoria

  • 10 jun 2019
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 8 jun 2020


Las formas de las manifestaciones son muy diversas. Unas son prudentes, otras no. Unas están convocadas por los Obispos, otras por la iniciativa de Asociaciones de laicos. Unas tienen una modalidad abiertamente religiosa, y vienen a ser procesiones penitenciales y rogativas. Otras hay, al extremo opuesto, que adoptan formas casi totalmente seculares, acentuando la denuncia y la protesta. No será fácil en ocasiones distinguir si estamos ante una acción multitudinaria religiosa o más bien política. En fin, es evidente que no puede darse un juicio único para discernir el valor político y cristiano de manifestaciones públicas tan diversas. Por otra parte, lo que en un cierto lugar es imprudente, en otro puede ser prudente y conveniente.

Estas grandes concentraciones públicas de católicos pueden ser, en principio, medios de acción política de gran eficacia. Estimo, sin embargo, que su valoración y oportunidad han de considerarse con sumo cuidado.

En ocasiones, como bien sabemos, la concentración pública de un millón de católicos en contra de una ley criminal anunciada no ha impedido en absoluto la promulgación de la misma. Ha afectado a la Bestia política anti-Cristo tanto como la picadura de un mosquito a un elefante. Y sin embargo ese millón de católicos fue reunido con un enorme esfuerzo.

Pudiera pensarse que diez diputados en el Congreso, si son realmente católicos y dispuestos a dar claro testimonio de Cristo, quizá consigan para el Reino de Dios victorias políticas que no son logradas por un millón de católicos manifestantes. Hablo de diez diputados que, como dice el Concilio Vaticano II, están decididos a trabajar en política para «evangelizar y saturar de espíritu evangélico el orden temporal, [dando] claro testimonio de Cristo» (AA 2). Hablo de políticos católicos cuyo intento principal es «lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena» (GS 43). Como sabemos, la orientación política de ciertas naciones en no pocas ocasiones depende de la dirección exigida por una pequeña minoría de diputados, sin los cuales el Gobierno no puede sostenerse.

La justificación de esas concentraciones católicas multitudinarias se puede establecer alegando el reinado social de Cristo, Rey no sólo de las personas y familias, sino también de las sociedades. Es precisamente la Bestia liberal, en cualquiera de sus modalidades, la que quiere a los cristianos recluidos en las sacristías, ocultos en las catacumbas de sus vidas privadas, sin manifestación pública alguna. También podrá alegarse la especial sacralidad del pueblo cristiano, que ha de llevarle a ser signo visible en la sociedad, estandarte del Señor alzado entre los pueblos. Todo eso es cierto, indudablemente.

Señalo las condiciones principales que hacen justa y conveniente una gran concentración de católicos con fines políticos. Y como hay sin duda una cierta analogía entre la guerra y la manifestación pública de los católicos que viven en Babilonia, oprimidos por un poder diabólico, tendré en cuenta las condiciones que la Iglesia exige para que una guerra sea lícita.

La Bestia liberal, dominadora de los principales medios de comunicación, silencia después, desfigura, aminora –la guerra de cifra de asistentes–, ignora prácticamente la multitudinaria manifestación. Y aquellas leyes diabólicas, con tanto esfuerzo combatidas, se hacen después vigentes, con otras más, implacablemente.

Cometen un grave error los Pastores y laicos que procuran mantener la desmovilización política de los católicos. No hablo de aquellas personas, congregaciones y grupos que no están llamados por Dios a una acción política directa (119). Hablo de quienes positivamente frenan la acción política organizada y confesional de los católicos. Ya sabemos que muchos de quienes así obran, Pastores y laicos, son buenos cristianos. Pero también sabemos que en materia política piensan más según el mundo que según la doctrina política de la Iglesia. A causa de la sobreabundante ideología falsa difundida durante el postConcilio y contra el Concilio, están errados, y en no pocos casos su desvarío es una ignorancia invencible.

Si un ejército del Enemigo asedia la ciudad y el Rey cristiano llama a las armas, traiciona a su Rey el pueblo si no acude, alegando que la acción armada enemiga no tiene por qué ser resistida y superada por otra acción armada, sino que basta con luchar con las armas de la espiritualidad, la oración y las actividades sociales y culturales. Ese pacifismo suicida equivale a entregar el dominio de la ciudad al Enemigo, y al mismo tiempo condena al Rey al exilio o a la muerte.

Objetivamente, colaboran con el Enemigo, aunque no lo pretendan, aunque sean eclesiásticos y laicos excelentes, aquellos que durante decenios, transformando la hipótesis coyuntural en tesis doctrinal.

El catolicismo liberal no quiere que las fuerzas católicas se organicen para un directo combate político con el mundo. No quiere en modo alguno enfrentarse con el mundo actual, «con la civilización moderna» (Syllabus, prop. 80, Bto. Pío IX, 1864), pues más o menos se identifica con ella. Pastores y laicos, unidos en un mismo error, no quieren combatir en política con los hijos de las tinieblas. Como si reconocieran su derecho a gobernar las naciones, dirigidos por el Príncipe de este mundo, y no por Cristo Rey, el Salvador del mundo.

Si Pastores y laicos en una nación no quieren arriesgar sus vidas en un combate frontal contra el mundo laicista, entonces no es posible librar ese combate. Pero no posible precisamente porque no lo quieren. Es muy duro entrar en batalla, sufrir persecuciones y golpes, bajar de situación económica, contraponerse con el mundo vigente, y a veces con una buena parte de la misma Iglesia. Es mejor aceptar la derrota, sin presentar batalla. Y mejor aún es entender la derrota como victoria, como superación de épocas anteriores oscurantistas, marcadas por el enfrentamiento entre el Reino y el mundo. Se avergüenzan del mismo término Iglesia militante. Estiman, pues, que si alguno convoca al combate, es más prudente no acudir a la guerra: «¡todo el que sienta celo por la Ley y quiera mantener la Alianza, que me siga! Y huyeron él y sus hijos a los montes, abandonando cuanto tenían en la ciudad» (1Mac 2,27-28). No, no están por la labor.

La justificación ideológica de ese pacifismo cobarde, que traiciona a Cristo Rey, vendrá después necesariamente. De elaborarla se encargarán el liberalismo y sus variaciones modernistas y progresistas. Así lo advierte Francisco Canals Vidal:

«Los equívocos, tal vez consentidos o encubiertos más o menos conscientemente, entre el pensamiento político-social “moderno” y la doctrina católica sobre lo que León XIII llamaba “la constitución cristiana de los Estados”, ha contribuido al debilitamiento gradual, y cada vez más acelerado, de cualquier actitud coherente con el imperativo de que puedan regir en la vida pública y en la privada “las enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Cristo” […] «Desde los comienzos de la corriente católico-liberal, se ha dado reiteradamente la paradoja de que, invocando que “el catolicismo no se puede identificar con un partido político”, se ha llegado a la conclusión de la práctica obligatoriedad de la actitud liberal y demócrata-cristiana […] El trágico abuso del Concilio Vaticano II, que se ha invocado para negar todo lo que no se ha sabido leer en él, y desde luego todo el Magisterio anterior [en estas materias], ha servido de acelerador de la espantosa decadencia de la doctrina ortodoxa en la teología y de la seriedad y vigor moral en las costumbres privadas, familiares y políticas […]

Ignoran que muchos de los grandes partidos actuales comenzaron siendo cuatro gatos. «El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza, que toma uno y lo siembra en su campo, y con ser la más pequeña de todas las semillas, cuando ha crecido es la más grande de todas las hortalizas y llega a hacerse un árbol, de suerte que las aves del cielo vienen a anidar en sus ramas» (Mt 13,31-32). La salvación, también política, viene de Dios, y «para el Dios del cielo no hay diferencia entre salvar con muchos o con pocos» (1Mac 3,18).

Pero no, los católicos malminoristas quieren el triunfo social-político ahora mismo, sin atravesar el desierto, sin salir de Egipto en un éxodo que quizá dure cuarenta años, hasta llegar a la Tierra prometida. Tienen miedo entre tanto a la soledad, a la pobreza, a la marginación social, a la falta de medios para actuar en la vida pública, a la vida escondida con Cristo en Dios, sin prestigios mundanos y riquezas. No saben que es imposible ganar la vida sin perderla, ni seguir a Cristo sin tomar la cruz. Es decir, no han recibido el Evangelio.

Benedicto XVI: «Renuevo mi llamamiento para que surja una nueva generación de católicos», Pastores y laicos, cada uno cumpliendo su propia vocación, «que se comprometan en la política sin complejos de inferioridad», personas renovadas interiormente (metanous), católicos que, libres de los pensamientos y caminos del mundo, abran sus mentes al Magisterio apostólico sobre la doctrina política, que hoy muchos, en todos los gremios de la Iglesia, ignoran, más aún, falsifican y rechazan.

Pelea el buen combate de la fe, conquista la Vida eterna, a la que has sido llamado y en vista de la cual hiciste una magnífica profesión de fe, en presencia de numerosos testigos.


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