El misterio de la gracia en el amor matrimonial
- Paul E. Charbonneau
- 10 abr 2019
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 8 jun 2020
Los peligros del hábito, de la rutina, de la lasitud ante una eterna cotidianidad ritmada por insignificancias; el peligro, en suma, del ahogo en la mediocridad. Seria suficiente para asustar a los mas optimistas y para desanimar a los mas fuertes.
Pero ¡veamos! Hay un sacramento de la unión, hay la gracia de la unión, y, por haber esta gracia, una esperanza magnifica viene a aligerar las cargas y a disipar los temores. Porque el hombre y la mujer no están ya solos, abandonados a su decadencia respectiva: están unidos en Dios. Y El se halla presente entre ambos y mantiene sus manos juntas, protegiéndolos con su omnipotencia y su misericordia contra todas las desavenencias que pudieran quebrantarlos.

El amor humano no es ya enfermizo cuando se asienta en Dios; de El recibe esa firmeza que no excluye las flaquezas, pero que si excluye las desesperaciones. Es cierto que las lasitudes, los pesares, las decepciones seguirán existiendo, precisamente porque ese amor conoce la gracia. Y las ínfimas mezquindades egoístas que interrumpen aquí y allá los vuelos del amor resultaran ellas mismas despreciables, tan cierto es que el sacramento ensancha la vida conyugal hasta el punto de que los esposos pueden vivirla sin cansarse el uno del otro.
En la certeza de la presencia de Dios de su gracia, la pareja cristiana podrá afrontar la indisolubilidad de su unión en la paz y la alegría. Indisolubilidad que, bajo esa luz dejara de ser un deber oneroso, para convertirse en una respuesta firme al llamamiento mismo, y a la exigencia espontanea del corazón humano que quiere en el amor, mas que la estabilidad, la irrevocabilidad misma. Y es también la gracia la que permitirá a los esposos aligerarse del peso de su carne enferma, y no sumir en la cloaca degradante de una sexualidad desenfrenada sus legítimas aspiraciones a la unión carnal. La gracia fortalecerá su alma y les comunicara la potencia que habrán de necesitar para salvar su carne de la podredumbre, y transformarla en un valor de eternidad. Si, por casualidad, la lucha se hace mas terrible, cuando parezca que todo amenaza con ceder y no quede mas recurso que el heroísmo, por una parte, y la misericordia, por la otra, recuerden los esposos, en la alegría, que son los hijos de la gracia y de la paciencia de Dios.
Será siempre la gracia la que les valdrá para poder desear sus hijos… o recibirlos cuando Dios se los dé (a veces en contra del propósito de la sabiduría humana) y de afanarse a lo largo de la vida, sin perder aliento, para que aquellos puedan vivir después de ellos como testigos vivientes de su amor.
Será también la gracia lo que les dará valor a lo largo de esos días todos semejantes y apagados, cuando se insinúe en su espíritu el demonio de la rebeldía contra las “pequeñas” tareas que consumen el tiempo, dejando ese sabor atroz de amargura, esa nausea ante las interminables reanudaciones. Porque, si el matrimonio parece justamente tan maravilloso, tan sorprendente, es que sigue siendo hermoso, por poblado que este de cosas insignificantes; lo que hay en él de divino las transforma, y hace de esta vida tan sencilla algo importante.
Tal es, por tanto, la confortación que aporta el sacramento del matrimonio: proporciona al amor el suplemento que este necesita para no ser trivial. Le permite ser vivificado por la presencia de Dios. ¡Dios hincado en pleno barro humano!
Texto extraído del libro "Sentido Cristiano del Matrimonio" de Paul Eugene Charbonneau.
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