top of page

Dulzura en nuestras pruebas

  • San Fransisco de Sales
  • 17 jun 2020
  • 8 Min. de lectura

Corremos un gran riesgo de no tener dulzura para con nosotros mismos en las pruebas que Dios nos envía. Si nos descuidamos, con facilidad nos irritaremos por el fastidio de la enfermedad, por la desolación de las arideces espirituales, por los dardos de la maledicencia y de la calumnia.

«No basta con querer lo que Dios quiere; hay que quererlo de la forma y en las circunstancias que Él quiere. Por ejemplo, en la enfermedad hay que querer estar enfermo, pues así lo quiere Dios, y de esta manera y no de otra, y en este lugar, y ahora, y entre las personas que Dios quiere. En fin, en todas las cosas nuestra ley ha de ser la santísima voluntad de Dios».

A una enferma le escribe: «Estad contenta con querer todo lo que Dios quiere que seáis».

Y a otra: «No os preocupéis de no poder servir a Dios como queréis, pues, si os adaptáis a las incomodidades, le serviréis como Él quiere, que es mucho mejor».

¿Las sequedades? No nos asombremos de encontrarlas a lo largo de nuestra vida espiritual. «Veo que todas las estaciones del año están reunidas en vuestra alma: tan pronto sentís el invierno de muchas esterilidades, distracciones, disgustos y fastidios, como sentís las rosas del mes de mayo, con el olor de santas florecillas; o tenéis los ardores del deseo de agradar a nuestro Dios. Sólo falta el otoño, pues, según decís, no veis muchos frutos.

Pero a menudo sucede que, después de trillado el trigo y pisados los racimos, resulta que la cosecha y la vendimia han sido mucho mejores de lo que prometían. Os gustaría que siempre fuera primavera y verano. ¡No, hija mía!, tiene que haber vicisitudes externas e internas. Sólo en el cielo habrá siempre primavera en cuanto a belleza; habrá siempre otoño en cuanto al gozo; siempre verano en cuanto al amor. Y no habrá invierno. Pero aquí es necesario el invierno para practicar la abnegación y otras mil pequeñas y hermosas virtudes que se ejercitan en el tiempo de la esterilidad. Vayamos a nuestro paso; con tal de que nuestro corazón sea bueno y esté decidido, sin duda vamos bien».

Si seguimos siempre a nuestro paso lento, siendo fieles a los ejercicios de piedad y a nuestros buenos propósitos, por muy penosa que sea la marcha, nuestras frialdades no nos alejan del Señor.

«Vuestras frialdades, queridísima hija, no os deben asombrar, con tal de que tengáis un verdadero deseo del calor y que el frío no os haga apartaros de vuestras pequeñas prácticas. ¿No nació el Niño Jesús en lo más crudo del invierno? ¿Y por qué no se le heló el corazón? Me parece que el frío de que me habláis no relaja nuestras resoluciones, sino que es solamente un cierto cansancio y dejadez de espíritu que nos hace avanzar con dificultad por el camino que hemos emprendido y del que no queremos apartarnos nunca, hasta que lleguemos al puerto. ¿Verdad, hija mía?"

Además, las sequedades son para nosotros más provechosas que los consuelos: «¡Ay, hija mía, cuánto nos gusta la dulzura, la suavidad y la deliciosa consolación! Pero la aspereza de la sequedad es más fructífera. Y aunque a san Pedro le gustó tanto el monte Tabor y huyó del Calvario, éste le fue más provechoso que aquél y la sangre derramada en éste es más deseable que la claridad esparcida en el otro. El Señor os trata ya como a una mujer valiente; vivid así. Mejor es comer el pan sin azúcar que el azúcar sin pan». «Trabajad fielmente, queridísima hija, con la parte superior de vuestra voluntad entre esas tinieblas y sequedades; una onza del trabajo hecho en esas circunstancias vale más que cien libras del que se hace entre consuelos y sentimientos agradables, y, aunque éste sea más dulce, el otro es mejor».

Es que los consuelos son dulces a la naturaleza; pero las dificultades y las contradicciones nos conducen junto a Cristo en su dolorosa agonía de Getsemaní: «Si no tenemos las ternuras y emociones del corazón, los gustos y sentimientos en la oración, las suavidades interiores en la meditación, ya nos ponemos tristes; si tenemos algunas dificultades en obrar bien, si surge un inconveniente ante nuestros justos proyectos, enseguida nos apresuramos a vencer todo eso y a deshacernos de la inquietud. ¿Por qué obramos así? Indudablemente porque preferimos nuestras consolaciones, nuestros gustos, nuestras comodidades. Quisiéramos orar en un baño de agua de rosas y ser virtuosos comiendo dulces, y nos olvidamos de mirar al dulce jesús que, postrado en tierra, suda sangre y agua lleno de angustia por el terrible combate que se agita en su interior entre las inclinaciones de la parte inferior del alma y las resoluciones de la superior»."

Tener dulzura consigo mismo en esos momentos de sequedad supone una gran energía; no es una sensiblería necia, sino firme, robusta y vigorosa:

«Hay mucha diferencia entra la ternura del corazón que deseamos porque nos consuela y la firmeza de corazón, que debemos desear porque es la que nos hace verdaderos servidores de Dios».Esta firmeza de corazón nos impedirá irritarnos ante el mal que intenten hacernos con maledicencias y calumnias.

¿Por qué alterarse ante palabras mal intencionadas?

«No son más que cruces de palabras, tribulaciones que se lleva el viento y cuyo recuerdo se va al mismo tiempo que su sonido. Hay que ser muy delicado para no aguantar ni el zumbido de una mosca.

¿Quién nos ha dicho que somos irreprensibles...? ¿Qué mal nos hacen cuando tienen mala opinión de nosotros?¿No la debemos tener también nosotros mismos? Esas personas no son adversarios nuestros, sino partidarios, porque se unen a nosotros para destruir nuestro amor propio. ¿Por qué vamos a enfadarnos con quienes vienen a ayudarnos contra un enemigo tan poderoso?».

He aquí cómo ayuda a soportar la pena a una de sus hijas espirituales, muy afligida por las críticas de que era objeto:

«¿Pensáis que el mundo va a creer esas tonterías? Quizá a algunos les diviertan; quizá otros sospechen algo; pero recordad que si nuestras almas son buenas y se resignan en manos de Dios, todos esos ataques se disiparán como el humo, y, cuanto más fuerte sea el viento, antes desaparecerán. Como mejor se cura el mal de la calumnia es no haciéndole caso, despreciando el desprecio y demostrando por nuestra firmeza que no estamos a su alcance...Postraos ante el Crucificado y ved las injurias que Él recibió; suplicadle, por la dulzura con que las aceptó, que os dé la fuerza de soportar esas astillitas que como a servidora fiel os han tocado en suerte... Bienaventurados los que son injuriados y calumniados, porque Dios los honrará» .

«La suprema Providencia sabe bien cuál es la medida de la reputación que necesito para llevar bien a cabo el servicio en el que ella me ha colocado, y ni quiero más ni menos que lo que ella quiera para mí. Quienes me conocen bien saben que no quiero nada con apasionamientos ni violencias; y las faltas que cometo son por ignorancia. Pero sí quisiera recobrar ante esas personas el prestigio de mi ministerio. No quiero ni más vida ni más reputación que la que Dios quiere que yo tenga, y siempre será demasiada para mis méritos»

Le gustaba citar esta frase de san Gregorio: «Si vuestro corazón está en el cielo, los vientos de la tierra no podrán agitarlo en absoluto».

Sobre el valor de los juicios del mundo tiene desde hace tiempo una opinión muy clara: «Si el mundo nos desprecia, alegrémonos porque tiene razón, ya que nosotros mismos reconocemos que somos despreciables; si nos estima, despreciemos su estima y sus juicios, porque es ciego. Preocupaos poco de lo que diga el mundo. Que os tenga sin cuidado; despreciad su aprecio y su desprecio y dejadle que diga lo que quiera, bueno o malo». Porque, en realidad, «somos lo que somos ante Dios».

Y, en última instancia, tenemos que ampararnos en la Cruz en tiempo de contradicciones:

«¿Sabéis lo que hacen los pastores en Arabia cuando ven los relámpagos, oyen los truenos y notan el aire cargado de rayos? Se cobijan con el ganado bajo los laureles. Cuando nosotros veamos que las contradicciones o las persecuciones nos amenazan con algún gran disgusto, debemos cobijarnos con todos nuestros afectos e inclinaciones bajo la santa Cruz, confiando vivamente que todo redundará en provecho de los que aman a Dios».

Todas nuestras penas debemos mirarlas a través de la Cruz:

«No os voy a decir que no miréis vuestras penas, pues sois pronta a la réplica, y me diréis que ellas se encargan de que se las mires por la fuerza del dolor que causan; pero sí os diré que sólo las miréis a través de la Cruz y así las encontraréis pequeñas, o por lo menos tan agradables que llegaréis a amar más el sufrimiento que el goce de las consolaciones que están lejos de él».

Porque el amor de Cristo crucificado hace nuestras cruces ligeras y suaves. «Plantad en vuestro corazón a Jesús crucificado, y todas las cruces del mundo os parecerán rosas. Los que tienen clavada alguna espina de la corona de nuestro Señor, que es nuestra Cabeza, apenas sienten los otros pinchazos».

Entonces, ¿qué podría turbar la paz de un corazón que está seguro del amor de su Dios? «Nada sale de esas manos divinas sino para el bien de las almas que le temen, ya para purificarlas, ya para acrisolarlas en su santo amor. Mi queridísima hija, seréis muy dichosa si recibís con un corazón lleno de amor filial lo que nuestro Señor os envía con un Corazón que cuida paternalmente de vuestra perfección».

Esto supone vivir con el corazón en alto, con pensamientos generosos y magníficos, y decidido a sufrir todo por Dios.

«Yo suelo decir a todas las almas que se dirigen a mí, y muy especialmente os lo digo a vos, que sois tan particularmente mi hija, que hay que elevar el corazón a lo alto, como dice la Iglesia en el Santo Sacrificio. Fomentad en vos pensamientos generosos y magníficos, que os mantengan muy unida a esa eternidad y a esa sagrada Providencia, que ha preparado esta vida mortal solamente con vistas a la vida eterna. Un corazón así, elevado, es siempre humilde, pues está establecido en la verdad y no en la vanidad; es dulce y pacífico porque no se preocupa de lo que pueda turbarle. Pero decir que es dulce y pacífico no es decir que no tenga dolores ni penas. No, mi querida hija, yo no digo eso; digo que los sufrimientos, las penas, las tribulaciones, en ese caso van acompañadas de una resolución tan firme de sufrirlas por Dios, que toda esa amargura, por amarga que sea, es con paz y tranquilidad». San Francisco de Sales dirigía un día estas líneas a una de sus hijas:


«Mi queridísima hija: cada vez que veáis que vuestro corazón se ha alejado de la dulzura, tenéis que cogerlo suavemente con la punta de los dedos y volverlo a poner en su sitio; y no a golpes, como se dice, ni bruscamente. El corazón necesita ser ayudado en sus enfermedades y a veces hasta necesita ser acariciado; y hemos de atar nuestras pasiones y nuestras inclinaciones con cadenas de oro, que son las del amor, para que todo en él esté ordenado según el beneplácito de Dios».

No se podría decir nada mejor. Es una gran empresa, laboriosa y difícil, el tratar de conservar en cualquier circunstancia la dulzura para con uno mismo.

Con su profundo conocimiento de la naturaleza humana y su penetración psicológica; con su tacto y sus manos llenas de suavidad, que nunca ofenden ni hieren la susceptibilidad de nadie, Francisco de Sales regula los movimientos de nuestro corazón y los modera, sujetándolos con las cadenas de oro del amor. Porque sólo el amor divino es lo suficientemente fuerte para, con una dulzura inviolable, preservarnos del despecho, de la cólera, del obstinado orgullo, de la irritación, de la exasperación y de la rebelión sorda; y hacer que estemos sin cesar abandonados «a merced de la voluntad de Dios».

En las fuentes de la alegría - San Francisco de Sales.

 
 
 

Comments


bottom of page